La fundación de la nueva humanidad desde sus cimientos

La epopeya de la creación del hombre

Ante el estremecedor intento de corregirla a base de crianza y gobernanza

El análisis sosegado de lo que fue según el Génesis la portentosa epopeya de la creación del hombre, puede ayudarnos a entender de qué va y adónde puede llevarnos la vorágine en que nos han metido los máximos poderes de este mundo en su empeño por remodelar al hombre: pasando del “macho y hembra los creó”, a un polimorfismo sexual totalmente amorfo; sobrepasando el matrimonio (“dos en una sola carne”) para inventar todo tipo de triturados; renunciando al biológico “creced y multiplicaos”, para anhelar la esterilidad como el summum de la felicidad humana; pisoteando toda virtud y toda contención, para embrutecer nuestra naturaleza; haciéndonos la ilusión de que disponer de los frutos del árbol del bien y del mal, y de los frutos del árbol de la vida, nos convierte en dioses y señores, cuando ésa es justamente la fuente de nuestra esclavitud. 

Los Eloím de este mundo están empeñados en enmendarle la plana al Eloím del Génesis amasando de nuevo al hombre. Pero ya no en busca del superhombre (eso es cosa del siglo pasado), sino en busca del subhombre programado para su extinción, acercándolo todo lo posible a los animales de nuestra creación, los de las granjas industriales.

Será aleccionador volver la vista al inicio, al auténtico inicio, al génesis de la humanidad, para entender todo el alcance de la nueva humanidad que se nos está imponiendo.

 

Sustrato

Estamos acostumbrados a entrar sin más en el Génesis y paseárnoslo con naturalidad, como quien pasea por el jardín del Edén, sin hacernos preguntas y sin prestar atención a su sorprendente y reveladora arquitectura, en la que se refleja la arquitectura del hombre proyectado en Dios. O según el texto bíblico, de Dios proyectado en el hombre. Acostumbrados, desde la Ilustración, a proclamar la unicidad del hombre, nos hemos cerrado el camino a la comprensión de nuestra realidad, incontestablemente dual. El arquitecto de esta construcción es ciertamente humano; y su obra, inexorablemente humana. Estamos ante la voz activa y la voz pasiva: el hombre que hace y el hombre que es hecho o al que se hace; y que a menudo es el que padece al que le hace.

A partir de la negación de esa dualidad, deja de entenderse la arquitectura del Génesis. Deja de entenderse que ahí tenemos la epopeya de Eloím-el-Señor-Dios empeñado en suplantar al señor (el primer elemento del hombre dual); el otro elemento de la escisión al que Dios se empeña en salvar, es el hombre (en su versión latina, “homo”; en su versión griega, ἄνθρωπος, y en su versión más cruda, esclavo, siervo, súbdito o mero rehén del fisco, según los tiempos). Con denominaciones específicas para la mujer.

Tres ideas de fondo guían esta lectura. Porque sí, claro, es una lectura guiada.

  1. La primera idea, que vengo barajando desde hace más de medio siglo, es que la mejor lectura del “árbol de la vida” es entender que se refiere a la mujer: y sus frutos, los hijos. Eso nos convertiría en animales tan “criados”, tan creación humana como la vaca lechera, el manso buey o el toro bravo; siendo la esclavitud (en el caso de la vaca en un sentido, en el del buey en otro, y en el del toro bravo en otro) un enorme avance respecto a la explotación del mero ciclo reproductivo para el consumo directo de sus frutos. Bajo esta perspectiva, el Génesis nos presentaría el empeño de Dios por rescatar al hombre redimiéndole de la esclavitud: una forma incruenta del primitivo asalto al árbol de la vida en que la leche suplanta a la sangre y el sacrificio del sudor sustituye a los sacrificios cruentos. Son las leyes de la evolución.
  2. La segunda idea es que, si para entendernos hemos de compararnos con alguna clase de animales, no hemos de hacerlo con los animales que no tienen criador que administre sus vidas (los animales en la naturaleza), sino con los animales fruto de la voluntad creadora y explotadora de sus dueños y criadores. Sí, claro, nuestras vacas, nuestros cerdos, nuestras gallinas.
  3. La tercera idea-guía de esta lectura del Génesis es que del mismo modo que es imposible definir la esencia y el sentido vital de la vaca lechera, del buey y del toro bravo sin conocer a su criador y diseñador, que es quien determina su esencia y su existencia, tampoco es posible conocer al hombre y definir el sentido y el valor de su vida (¡vida útil!), sin pasar por el conocimiento de su criador, sea quien sea, y de sus designios. Sin conocer los planos, el diseño.

 El Génesis es muy transparente al respecto. Cuestión vital hoy, que se está librando una feroz guerra entre los que se postulan como nuevos criadores del hombre. Mal se puede conocer al dominado si no conoce al dominador, que es quien marca el sentido y la utilidad de su vida. ¡Ay de los inútiles!

A clarificar estas cuestiones he orientado esta nueva lectura del Génesis, hecha sobre el texto griego de los 70. Espero poder afinar un poco más en una siguiente lectura, que inexorablemente tendrá que ser sobre el texto hebreo.

 

Entre la lectura y la lección

Para celebrar la inauguración de mi octogenariato, he decidido hacerme un buen regalo: releer una vez más los tres primeros libros del Génesis, que contienen el misterio de nuestro origen: misterio quizás insondable. Pero por si acaso, echo de nuevo la sonda. Espero que no sea la última vez. Y ya de puestos, me he releído el Apocalipsis y me he detenido en los capítulos que nos vaticinan nuestro fin, por supuesto; pero quizá también nuestro final, de paso que nos ponen en contacto con nuestro origen. Intentaré abordarlo en otro momento.

Pretendo, claro está, que la lectura me sirva de LECCIÓN (lectio epistolae, lectio sancti evangelii; que se decía en misa), que es como la entendían los iletrados. Que no lo eran tanto, puesto que como no les daba lo mismo quién les leyera las lecciones, preferían elegir el lector. Y algo así pretendo al iniciar el octogésimo año de mi vida: haberme convertido en mejor lector que lo fui con menos años. Es que al no ser yo el mismo lector, tampoco mi lección puede ser la misma.

Por empezar, para la lectura del Génesis he elegido la versión griega de los 70, sobre la que se ha construido el pensamiento occidental, con preferencia a los originales hebreos, accesibles a ínfimas minorías, y en general, no más fiables que aquéllos: puesto que, al pasar a la versión latina de la Vulgata (obra al fin de una sola persona, san Jerónimo, frente a la de 72 “especialistas”), presentan más dificultades de interpretación que el texto de los 70.

He trabajado directamente sobre el texto griego, que ofrezco aquí en su integridad (son tan sólo 4 folios), pero con los subrayados y destacados con que he ido trabajando mi lectura, a fin de que si alguien decide acercarse a mi lección, tenga a la vista todo el material de trabajo que he empleado, y hasta cierto punto, el método, para constatar que no hago trampas (o para que me las indicara si a su parecer las hubiese).

Por supuesto que no accedo a esta lección in albis, ni con la mente tamquam tábula rasa. Parto, claro está, de una hipótesis (suposición) que he mantenido durante muchos años y que últimamente he ido modulando en sucesivas lecturas de los textos originales. Ofrezco esta observación como indicio de que no voy a machamartillo a retorcer los textos para que acaben avalando mi tesis. He de añadir que esta última lectura ha sido tan reiterada, que al final ha dejado en mi memoria un buen caudal de palabras, frases y expresiones que ahí quedarán por tiempo para ir dándoles vueltas. Se me ha aparecido la revelación deslumbrante de que el matrimonio (con el προσκολληθήσεται como fórmula mágica) es el broche de oro de la cascada de “parábolas” de la Creación. Me he quedado con la idea de que esta institución sigue en importancia a la del “día del Señor”. Y que ambas instituciones son pieza clave en la lucha contra la esclavitud, a la que “El Señor Dios” se ha propuesto poner freno. Por cierto, en el Génesis el matrimonio está tan consolidado que hasta tiene terminología propia exclusiva. Lo que hace el Creador es asentarle unos cimientos solidísimos. Y me he quedado también con la música del οὐ καλὸν εἶναι τὸν ἄνθρωπον μόνον (no bueno ser/estar el hombre solo) que precede a la creación de la mujer, y con el inquietante ποιήσωμεν αὐτῷ βοηθὸν κατ᾿ αὐτόν (hagámosle una ayuda junto a él, bajo él) que le sigue. No paro de darles vueltas a estos hallazgos. Ya me gustaría, ya, que esta lectura, muy verbatim (palabra por palabra), alcanzase la categoría de lección.

 

Descubrimiento de nuestro génesis

Creo que sí, que merece la pena hacer un esfuerzo por des-cubrir lo que se nos presenta encubierto. Es que llevo ya casi medio siglo dándole vueltas a la idea de que en el libro del Génesis se nos ofrece de forma velada el origen del hombre; de manera que no es la creación del mundo la que se corona con la creación del hombre; sino que es la creación del hombre la que se apalanca y redondea con la creación del mundo. Se cierra así el círculo de la creación que da cuenta del hombre a cuya disposición puso Dios el mundo.  Lo que nos cuenta por tanto el Génesis no es propiamente la creación del mundo, sino la creación del hombre para el cual se crea el mundo. Hacia ahí me empuja esta lectura. Y me está rondando la sospecha de que el varón está puesto como pantalla de la mayor preocupación del Creador por la mujer: porque sobre ella gravita con especial fuerza la presión de la esclavitud. En efecto, el hecho cierto es que la condición de la mujer queda en el Génesis bastante mejor de lo que ha ido siendo luego la realidad. A pesar de la maldición καὶ αὐτός σου κυριεύσει, “y él se convertirá en tu señor”, el nivel preceptivo de partida no apunta al sometimiento de la mujer.

Es evidente que ni hoy nosotros, ni ayer nuestros ancestros, somos capaces de entender lo que somos y lo que es el mundo del que formamos parte. No hay palabras, ni lenguas ni fórmulas en las que quepan el hombre y el mundo en su integridad. Por consiguiente, da igual que se nos explique en arameo, en griego o en latín; o que se nos desarrolle en fórmulas físicas, químicas o matemáticas. Da igual en qué lenguaje se nos explique. El avezado en cualquiera de esos lenguajes, sabe perfectamente que ninguno de ellos es suficiente para representar fidedignamente la realidad. Es artificioso e irreal que con el lenguaje asignemos un sonido a cada cosa a base de extrañísimas analogías, y con la escritura una imagen a cada sonido, que reconvertimos a su vez en sonido al leerla. Todos esos artilugios son mera sombra y ficción de la realidad; porque es evidente que el mundo que nos rodea no está hecho ni de sonidos, ni de imágenes, ni de fórmulas, ni de vibraciones. ¡Ni tampoco de palabras, por supuesto! (¡Aunque “en el principio fue la palabra”!). Exactamente lo mismo nos ocurre con cualquier código en el que pretendamos volcar nuestra realidad y la del mundo del que formamos parte. No funciona. Todo son ficciones a nuestra menguadísima medida.

Me importa poco por tanto la literalidad (aunque es lo único que tengo), cuando sé perfectamente que la realidad que intento comprender, no cabe en el código. Los programas (también los lingüísticos) que nos hemos diseñado, son dramáticamente limitados. De ahí puedo deducir que el código en que se me ha transmitido la creación del hombre y del mundo, al no ser capaz de abarcarlos, me ha ofrecido una versión tremendamente limitada: por la necesidad de ajustarlas a las limitaciones de mis herramientas de comprensión. Si a eso añadimos que quidquid recípitur, ad modum recipientis recípitur (todo lo que se recoge, se recoge según la forma del recipiente) acabamos de ver con qué cartas nos vemos obligados a jugar. Está claro por tanto que el lenguaje es el principal portador y al mismo tiempo, encubridor de la realidad que pretendemos conocer. A lo que hay que añadir para enrarecerlo aún más, su sistema de convencionalismos y eufemismos, que nos permiten camuflar la realidad o vestirla de mejor ver.

 

¿Acaso es posible leer el Génesis sin leer en él antropología?

Sí, claro, la antropología se inventó contra la religión, intentando suplantar a la teología, aunque no consiguió cargarse ni de lejos todos sus postulados: se construyó sobre fantasías absurdas que niegan de plano las crudísimas realidades sobre las que se ha construido el hombre real y mayoritario, el que somos nosotros. Y para ello, el recurso fácil ha sido estudiar las formas extinguidas de las que quedan minúsculas muestras perdidas por las selvas, aún no expulsadas del paraíso. Y dar a entender que nuestra humanidad actual viene de esas especies sociales extinguidas; que nosotros somos el resultado evolutivo de esos “pueblos naturales” fosilizados, que ya no tienen más supervivencia que la de las “reservas”. Zoológicos a los que se pretende revestir de la categoría de antropológicos (zoológicos humanos).

En esos pueblos no existe la esclavitud, como tampoco existe en la naturaleza, y por tanto no existen el señor y el esclavo, el dominador y el dominado, el explotador y el explotado. Refiriéndonos a esos pueblos, podemos hablar perfectamente de unidad de especie. Nuestra sociedad en cambio está construida justamente a partir de esa dualidad, de esa escisión de la especie, en cuya más alta cima está colocado Dios: en el Génesis, claro, y en segmentos muy importantes de nuestra historia, labrada sobre la teología, la otra cara de la antropología. Es que esta disciplina se creó para negar y ocultar la doble realidad humana en que el criador es quien determina la esencia y la existencia de la criatura: sin maquillajes ni deformadoras cirujías estéticas.

Decir que nosotros procedemos de los “pueblos naturales” (antes se les llamaba salvajes: algo totalmente objetivo, puesto que la selva es su hábitat) por pura evolución social (sí, el Contrato Social y el Emilio); sostener eso es tanto como afirmar que los animales que explotamos en nuestras granjas industriales, con su nueva anatomía, con su genial adaptación fisiológica al destino que les hemos impuesto, y su originalísima  y monstruosa forma de vida, son producto “natural” de la evolución de los respectivos animales de procedencia. Igual de aberrante.

Pues bien, curiosamente en el Génesis se ponen en contraste la naturaleza (el Paraíso) y el pecado (¡vaya cosa!; pero vuelve a ponerse de moda en el “Nuevo Orden”), con el consiguiente castigo divino (nuevamente de moda, pero el dios airado es la naturaleza: volvemos al animismo). El castigo divino del Génesis se sustancia en la escisión del hombre en dominador y dominado: no en la muerte anunciada (de muerte moriréis). Tremenda maldición, que empieza su rodaje en la dominación de la mujer, tal como exige la economía básica de la dominación: καὶ αὐτός σου κυριεύσει, “y él se convertirá en tu señor”.

Es una lástima que por insistir en la lectura religiosa del Génesis, hayamos renunciado a su lectura antropológica. Una verdadera lástima, porque mientras el Génesis nos sitúa en una antropología realista y por tanto muy cruda, he aquí que desde la “ilustración” (¡menudo lustre!) nos han montado en una antropología totalmente fantasiosa (auténtica “teología” del hombre) en la que se sostiene el irrenunciable engaño de la dominación. Pero elegantemente camuflada: porque la novedad ilustradísima no es que desaparezca la dominación, sino que nos la nieguen y por tanto nos la camuflen hasta caer en lo grotesco. Es que presentar al fisco, cada vez más confiscatorio, como una institución básica de la libertad, es ciertamente grotesco. Un solo botón de muestra de las grandes groserías en que incurre la antropología ilustrada.

En fin, que pertenecemos a la antropología de la dominación, de la esclavitud y de la explotación, sustanciada últimamente en el expolio fiscal. Es la antropología de la paz y del trabajo, del ilimitado crecimiento económico y de la riqueza (e inexorablemente de la población humana), de las “arquías” y de las “cracias” de todo género, sostenedoras y devoradoras del sistema. Nada que ver con la antropología de la caza, de la guerra y del vivir al día, tan parecida a la paradisíaca etología de los animales libres. Frente a la penosa etología de los animales cautivos (¡la Granja!): zootecnia pura y dura a la que nuestra antropología se acerca tanto más, cuanto mayor es su alejamiento de la naturaleza; tanto más se acerca, cuanto más lejos deja un paraíso que nuestra cultura da hoy tan por perdido para el hombre, que postula su devolución a los animales, previa aniquilación del hombre. En verdad en verdad, estamos atrapados en una estremecedora antropología cuyo máximo postulado es la administración de la vida del hombre bajo los criterios de “vida útil” (rematada en la genial píldora de los 70 años) que cada vez se parecen más a aquellos con que administramos la vida de los animales cautivos. Los de La Granja. 

 

La religión, el más precioso yacimiento antropológico

Desde la Ilustración (a la que siguieron la fatídica revolución francesa, la más fatídica revolución industrial y las nefastas revoluciones social-comunistas, incluida en lugar de honor la revolución nazi); desde la Ilustración, digo, la religión fue el gran escollo contra el que era preceptivo combatir, porque está construida sobre la antropología de la dominación fundada sobre la escisión del hombre en señores y esclavos. La Ilustración se propuso construir una nueva antropología sustentada sobre la negación de la dualidad humana. Establecieron el dogma de la unicidad del hombre (falsa de toda falsedad y contraria a la historia; sólo el nacismo negó este dogma), y sobre él construyeron la antropología (antropocentrista), que quiso ser la otra cara de la teología (teocentrista), en la que resplandece inequívoca la escisión de la humanidad en señores y esclavos, siendo como es esta escisión el gran motor de la civilización y el progreso.

La nueva filosofía antropocéntrica no podía soportar de ningún modo el teocentrismo de la filosofía y de la teología medievales, que colocaban al Señor (además Creador) como eje de la historia humana. Tenía que destruir por tanto la religión para borrar de una vez por todas la memoria de la dualidad humana al servicio de la dominación. En eso andan, en la quema de esa gigantesca biblioteca conservada en la memoria colectiva (y por supuesto, en los libros sagrados y en los ritos de las tres grandes religiones “del Libro”). El hecho cierto es que en los libros de historia aparece la esclavitud como una anécdota más (que eluden cuanto pueden), cuando es categoría y eje de la historia humana: de la historia en cuya cúspide está Dios (el hombre como emanación teológica). Pero estamos en la historia a la contra, en cuya cúspide está el hombre: tan ajeno al mal como los son los animales libres. Es la antropología, con la que se pretendió barrer la teología.    

 

El Génesis, probable capítulo inicial de la epopeya del Éxodo

Si no es posible sustraer al Génesis de la antropología, tampoco podemos leerlo fuera de su contexto histórico. Y lo que es históricamente incuestionable, es la liberación de todo un pueblo de esclavos por un líder, Moisés, que inspirado y guiado por el Dios de ese pueblo, se los arrebata al faraón de Egipto. Es la gran epopeya fundacional del pueblo de Israel. Y como las demás epopeyas fundacionales (pienso en la Eneida), necesita un principio que cargue de sentido a toda la epopeya y marque con fuertes caracteres la dirección en la que se orienta.

Y es totalmente obvio que globalmente el nervio de la epopeya es la liberación por Dios de su pueblo de Israel. Es una epopeya de liberación, que precede a la otra gran epopeya ya más universal, perfectamente encuadrada en la historia, de la redención del hombre, pagando por ella (red-imir es re-comprar) un altísimo precio: dentro de la más estricta lógica de la esclavitud. Ambas epopeyas, inscritas en el contexto de la dominación y de la esclavitud, rabiosamente históricas.

Y si hay esclavos, es inevitable que haya señor o señores (ahí el dilema del politeísmo y el monoteísmo). En la epopeya ha de aparecer por tanto el señor como personaje clave, compartiendo el protagonismo con el esclavo. Y como tratándose de esclavos, el señor lo es a título de “criador”, parece inevitable iniciar la epopeya en el criador, y en su total y absoluto poder creador: el criador-creador por antonomasia.

 

 

Sí, claro, el Creador

Cuando se escribe el Génesis (judíos, cristianos y musulmanes preferirán decir “cuando Dios inspiró el Génesis”) hace unos 4.000 años, por irnos al origen más incipiente y remoto, el hombre llevaba algunos milenios ensayando su capacidad de criador (así se llamó también al Creador hasta hace menos de un siglo). Y estaba ciertamente alucinado el hombre por la absoluta grandiosidad de este inmenso poder. Eso era lo absolutamente más grandioso que había hecho el hombre hasta ese momento. Es lo que llaman los historiadores el Neolítico, el inicio de la Civilización. A partir de una materia prima muy poco moldeable (no hay más que ver el ínfimo número de especies que alcanzó a domesticar), el hombre consiguió crear el potentísimo recurso de la ganadería, cuando la caza era ya incapaz de alimentar a una población cada vez más veterina. Es el grande y tan poco explicado prodigio del neolítico, ¡de la ganadería!, el paso determinante de la hominización: superior y anterior a la agricultura (al final, Caín contra Abel).

Conviene apuntar que la divinización se desarrolló en paralelo a la hominización. En los registros culturales, los destinos de Dios y del hombre civilizado (el hombre ganadero) están íntimamente entrelazados. En efecto, tuvo que llegar la ganadería y los respectivos sacrificios animales, para que el hombre abandonase a los dioses de la naturaleza (los del hombre cazador, animista) y se pasase al hombre hecho a imagen y semejanza de Dios; o al Dios hecho a imagen y semejanza del hombre: καὶ ἐποίησεν ὁ Θεὸς τὸν ἄνθρωπον, (e hizo Dios al hombre) κατ᾿ εἰκόνα Θεοῦ ἐποίησεν αὐτόν (a imagen de Dios lo hizo). En ambos casos, nos sale la misma foto. Y tuvo que ocurrir que esa gran semejanza llevase al hombre a compartir con Dios la mesa del altar de los sacrificios (cosa que no ocurrió con el hombre cazador).

El hecho antropológico cierto es que, cuanto más hominizado está el hombre, mayor es su necesidad de Dios: no le funciona la vida si no la alimenta con una bien consistente conciencia de Dios. Ni el animal salvaje ni el hombre salvaje necesitan tener conciencia de Dios: es la naturaleza la que provee a todo, incluso a la conciencia también animal, es decir a la correcta etología. Pero ocurre que en la medida en que el animal hombre se aparta de la naturaleza, en esa misma medida necesita que ese descuelgue del poder que la naturaleza ejercía sobre él y ha dejado de ejercer, sea suplido por otro poder igual de fuerte: el poder de Dios, el poder del Señor (¡o el poder del señor!). Estamos en el neolítico, en el invento de la dominación y la domesticación: que no se detiene en los animales, y que muy probablemente no empieza en ellos, sino en el hombre. Justo ésa es la clave. ¡Menuda pedrada! Y que al paso que vamos, puede retornar al hombre (¡a su origen!) la pedrada neo-lítica que les hemos dado a los animales que criamos. Una pedrada cada vez más atroz.

El hecho es que si asciende el hombre en humanidad (alejándose de la naturaleza por tanto) y suple ese poder que la naturaleza ejercía sobre él, ascendiendo al mismo tiempo en conciencia de Dios, mantiene un razonable equilibrio de conducta (de conciencia al fin y al cabo). Pero si no van en paralelo Dios y el hombre, si Dios deja de formar parte de la vida y de la conciencia del hombre, la ruina de éste está cantada. Y tanto mayor es esa ruina, cuanto más asciende en humanidad habiendo abdicado de su asociación con la divinidad. Claro que siempre le queda la opción de entregarse al poder del señor (el que sea).  

Es que, produciéndose la hominización justo en la capacidad creadora del hombre, está claro que cuando el hombre busque a Dios, buscará al creador, al que tiene esa máxima cualidad humana en grado sumo. Lo esencial es que, siendo la condición de criador el máximo atributo del hombre, era forzoso que éste percibiese a Dios como Criador, con una infinitamente mayor capacidad criadora. En perfecta consonancia con el argumento ontológico de san Anselmo.

Porque el drama está en que el hombre se hace alejándose de la naturaleza, sobre todo de su naturaleza; y en buena medida, poniéndose frontalmente contra ella. Lo estamos viendo palpablemente. Y su perdición está cantada si no compensa ese alejamiento de la naturaleza con un acercamiento a Dios. Ésta no es una argumentación teológica ni religiosa sino puramente antropológica. Es pura fenomenología de realia registrada por la ntropología y por la historia. No es más que el hombre dominado que ha optado por la máxima sublimación de su dominación.

Una lectura profana de este fenómeno, nos da que en la escisión del hombre mediante la dominación, no le queda más remedio que poner todo su empeño en mejorar más y más al dominador, porque de él depende el dominado. Si decae el dominador (el señor) y con él la dominación, es inevitable la ruina del hombre civilizado. Con lo que no tiene otro camino que perfeccionar cada vez más al dominador, hasta divinizarlo. Inevitable. Hoy estamos viendo, en efecto, cómo se ha degradado hasta niveles espeluznantes la calidad moral (la virtus) del segmento dominador del hombre y cómo esa degradación amenaza con llevar al hombre a su total ruina y extinción. Es lo que va de que en la cúspide de la dominación humana esté el Señor, a que estén vulgares criadores de puercos pendientes únicamente de sus ganancias.    

 

El hombre es creación: activa y pasiva

El inevitable punto de partida de la metafísica humana (tras una fysis tan profundamente alterada, es inevitable construir una metafísica) es la sobrecogedora evidencia de que el hombre es creación. Basta abrir los ojos para percibir la imponente e incluso aplastante creación humana: la tierra está siendo especiosamente remodelada por el hombre. Pero no nos despistemos: la espectacular creación humana es inseparable de la no menos espectacular creación del mismo hombre. Sin ésta, es totalmente imposible aquélla. Si yo soy empujado (paciente, voz pasiva), eso sólo es posible porque alguien me empuja (voz activa). Si el hombre es capaz de tantísima creación, lo es justamente en la medida en que también él es creación. No otra cosa es, en ese orden, el complejísimo sistema de educación, cuyo máximo objetivo es “criar” hombres a imagen y semejanza de su “criador” (compleja confluencia de fuerzas criadoras, explotadoras y expoliadoras cuyos rostros se ocultan, como si de dioses se tratase).

No hemos de cansarnos argumentando la capacidad creadora del hombre: a la vista está el descomunal despliegue de creatividad en la construcción de las ciudades, en el desarrollo tecnológico que nos ha llenado la vida de artilugios de todo género: ahí está el espectacular desarrollo de las comunicaciones por tierra, mar y aire y la descomunal torre de Babel que ha alcanzado el cielo diseminándolo de ojos y oídos, de imágenes y sonidos que se imponen inexorables a nuestros sentidos, a nuestros sentimientos y a nuestro entendimiento, estructurando nuestras vidas en un férreo sistema teledirigido, cada vez más insoslayable. Es innegable la tremenda capacidad creadora del hombre. ¿Y cómo nos lo cuenta el Génesis? 2 ἡ δὲ γῆ ἦν ἀόρατος καὶ ἀκατασκεύαστος. “La tierra era algo caótico y vacío”, traduce la Biblia de Jerusalén. El diccionario manual Vox nos da para ἀόρατος (ἀ privativa) la traducción de “invisible”; y para la segunda cualidad de la tierra, ἀκατασκεύαστος hemos de ir al respectivo verbo, que en resumen significa “aparejar, equipar, organizar, construir”. Viene a decir por tanto ese adjetivo, que la tierra no estaba en condiciones de ser aprovechada. Una perspectiva radicalmente humana de la creación: la tierra, ahí estaba, pero el hombre tenía que acondicionarla para que le sirviese y le funcionase para su misión de “criador”.

Esa es la capacidad activa, la del hombre creador, la mitad de la creación, que está muy bien. Pero lo verdaderamente sobrecogedor es la capacidad pasiva: la capacidad de ser creado, criado, y remodelado el hombre a imagen y semejanza de sus criadores: algo que está ahí desde el inicio de la civilización.

Y esto es especialmente fácil de ser entendido hoy, que estamos en un momento de la historia del hombre (diría incluso de la antropología) en que los máximos esfuerzos creadores (y criadores) se están orientando hacia la creación de un nuevo hombre, previa destrucción del que nos dice el Génesis que modeló Dios a su imagen y semejanza en el paraíso. Es decir que desde entonces jamás hubo tan enorme esfuerzo re-creador del hombre, si exceptuamos la empresa redentora del cristianismo. Y no echemos en olvido el Islam (¡la sumisión!), que ahí está, con una presencia inquietante.

Paradójico: al hombre que tanto le cuesta aceptar que Dios forma parte de su creación (no en perspectiva religiosa, sino exclusivamente fenomenológica y antropológica), a ese hombre le sienta genial someterse a la ingeniería humana (no sólo social, sino también individual) con la que los nuevos dueños globalistas del hombre, despliegan un enorme poder creador-criador del hombre. La capacidad de procesar la monstruosa acumulación de datos que permiten esta ingeniería destinada a crear-criar un nuevo hombre, hoy son, con mucho, la mayor riqueza: y el mayor poder.

 

El Génesis, primera página de la Apocalipsis

La principalísima presencia de Dios en el Génesis es tan evidente como la luz que lo ilumina todo, que ni la vemos. Sólo vemos las cosas que ilumina la luz. En primerísimo lugar, el Génesis es la historia de Dios; con mayor precisión, las historias paralelas de Dios y del hombre. El Dios Creador se nos desvela (eso es la apocalipsis, la desvelación de lo que está velado) a través de todas las cosas a las que da el ser con su creación, que culmina en la creación del mismo hombre. Por tanto, la principal revelación que nos ofrece el Génesis en sus tres primeros capítulos (hasta la expulsión del hombre del paraíso), no es el desarrollo de la creación, sino la manifestación (apocalipsis) de Dios no en declaración teórica, sino en acción: creando. Y estableciendo los mandamientos esenciales: determinar sobre el bien y el mal no debe estar al arbitrio del hombre, sino que es prerrogativa exclusiva de Dios (“seréis como dioses”, dice la serpiente); prohibición taxativa de los frutos del árbol de la vida; santificación del sábado; ley del matrimonio y la reproducción. Éste es el “personaje” que domina la escena y que ya no la abandonará: es la luz que lo ilumina todo, especialmente al hombre. Y no sólo a lo largo del Génesis, sino en todo el devenir del hombre individual (Adán, Noé, Abraham, Isaac, Jacob) y colectivo: el pueblo de Dios. A lo largo de todo el Pentateuco y de toda la “historia sagrada” del hombre. Durante milenios y a lo largo de las culturas que han prevalecido, esta revelación tan próxima a la vivencia humana, tuvo carácter de total y absoluta verdad. Formaba parte de la vivencia criador/criado en que estaba atrapado el hombre. Trascender esta realidad hasta llegar a la dualidad Creador/criatura, no costaba el menor esfuerzo intelectual ni constituía un acto de fe. Era la mera sublimación de la innegable realidad humana.

Criador y criatura. Y obviamente, el criador es anterior a la criatura, que es el segundo protagonista de este drama sacro, el actor secundario. Es la revelación de Dios en su actividad creadora: sobre todo del hombre. El creador, ¡y qué bien lo sabe el hombre!, es señor. Pero no “un” señor, al estilo del hombre y de los demás dioses-señores que dominan a tantos pueblos, sino “El Señor”. El Κύριος ὁ Θεὸς, al que vierten los 70 el Eloím Yehowa del Génesis. Y a partir de ahí, la inmensa obra de la creación del hombre, cual corresponde al Criador por antonomasia.

En esta aparición de Dios en el Génesis subyace la metafísica de la relación esencial y existencial entre Dios y el hombre: del mismo modo que sin señor no hay esclavo, igual de cierto es que sin esclavo no hay señor. Tanto esencial como existencialmente, el señor depende del esclavo. Pues bien, excelente argumento para los impíos, de igual modo, sin hombre no hay Dios. Fenomenológicamente, Dios depende del hombre en su esencia y en su existencia: del mismo modo que también el señor depende del esclavo en su esencia y en su existencia (sólo el hombre es capaz de colocar a Dios en la historia). No en vano comparten denominación el señor y el Señor Dios por una parte, y el esclavo y el hombre por otra, sinónimos en muchas de nuestras lenguas. Aunque subyace el hecho, patente en el Génesis, de que es El Señor el que crea al hombre, igual que es el señor el que hace al esclavo. Pero a partir de esa creación, es irrompible la interdependencia esencial y existencial de ambos. Señores ateos, átenme ustedes esta mosca por el rabo. 

 

Previo: si no sé de dónde vengo, ¿cómo voy a saber adónde voy?

Sí, claro, tengo sumo interés en saber adónde voy. Ya sé que no es éste un interés muy generalizado: el mundo está lleno de gente que anda y que incluso corre, y hasta afirma que progresa; pero no sabe hacia dónde. Y como hay un truco muy ingenioso para saber con mayor certeza hacia dónde va una flecha en movimiento, que es observar de dónde viene y cuál es su naturaleza proyectable (peso, diseño, etc.) y averiguar dónde está y cómo es el arco que la lanzó, pues allá que me voy al Génesis: el único libro que en nuestra cultura aborda de cara el arduo problema de QUIÉN nos hizo y hacia dónde nos direccionó. Y se titula como lo que es: el libro en que se explica quién-cómo nos hizo.

Porque oiga, a estas alturas de la película, cuando los nuevos señores de este mundo (y del hombre, ¡claro!) están empeñados en remodelar al hombre a su imagen y semejanza, muy pocos motivos tenemos para dudar de que efectivamente somos hechura de un gran modelador del hombre, aprovechando el barro preexistente. Justamente a nosotros que hemos sido capaces de aprovechando el barro preexistente, modelar la productivísima vaca lechera, el laborioso y poderoso buey, ¡y hasta el bellísimo y bravo toro de lidia!, no es necesario darnos muchas explicaciones de cómo es eso de aprovechar un animal preexistente (pongamos el hombre de Neanderthal por no irnos demasado lejos) para hacer de él una auténtica “creación”.

A nosotros que, tan dados a “criar”, nos hemos sacado de la manga infinidad de razas de perros de las hechuras y tamaños más caprichosos, y hemos conseguido llenar inmensos galpones de animales esclavos que trabajan todos los días y hasta todas las noches de su vida para producirnos eso que tan ingenuamente llamamos “bene-ficios” (es nuestra genial manera de “hacer el bien”); a nosotros, digo, tan creadores, tan criadores y tan creativos, no es necesario que nos explique nadie qué es eso de cogernos un animal preexistente y moldearlo a nuestro antojo para hacerlo totalmente nuestro: hasta en el diseño/designio. Y nosotros, sí, claro, nosotros tenemos tanta pinta de haber sido criados, como la vaca superlechera, el laboriosísimo buey y el toro bravo.  

Y como lo obvio es que ante esas “creaciones”, en vez de entretenernos examinando las criaturas, prefiramos preguntar por el criador (¡justo para comprender qué y para qué son esas criaturas!: la explicación de la vaca lechera, del buey y del toro no está en esos animales, sino en su criador), la grande, la inmensa pregunta que nos corresponde hacernos, es quién creó o crió al hombre, y para qué. Es justamente eso lo que nos corresponde preguntarnos a nosotros, tan habituados a conseguir grandes “creaciones” a base de “criar”. PNos corresponde preguntarnos también, obviamente, por las relaciones entre criador y criatura. ¡Por supuesto que alucinaremos metiéndonos en esos laberintos!

Y aunque sea tremendamente penoso y humillante tener que decirlo, es absurdo que les preguntemos a la vaca, a la gallina o a la cerda cuál es su razón de ser o de existir, y que les preguntemos por su filosofía de la vida y por las razones de que la tengan organizada y dimensionada de la manera que la tienen. Es absolutamente inútil preguntarles a ellas. Lo único sensato es preguntarle a su criador. Porque son lo que él quiere que sean y van adonde él quiere que vayan. Porque sabiendo que vienen de su criador, de su exclusiva voluntad, es a él a quien hay que preguntarle adónde van. Claro, van a su criador. ¡Uy!

Nos corresponde por tanto averiguar quién es nuestro criador, para saber quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. Pero no, no me hagáis trampa respondiéndome con el Génesis que somos criaturas de Dios, pero que eso sólo sirve para los creyentes. Lo que necesito es que quienes niegan la versión del Génesis (y tienen todo el derecho), nos expliquen quién (fuera de Dios) nos ha criado. Porque lo que no es discutible de ningún modo, es que somos criados y por tanto tenemos un criador que nos ha modelado a su antojo y pretende seguir haciéndolo. Cosa hoy más evidente que nunca. ¿Quién es ese criador? Porque si existe la criatura (el buey, la vaca, el toro… ¡el hombre!: criados todos ellos, evidentemente), es segurísimo que existe un criador. ¿Quién? ¿Quién?

Ante el sobrecogedor espectáculo estos días de la inmensísima mayoría de la gente con mascarilla por la calle (¡en ejercicio de su plena libertad, claro!) me pongo mucho más insistente aún en la pregunta: ¿quién pensó, diseñó y decidió que eso sucediese? Porque eso, que está ocurriendo en todo el mundo, ni se lo ha pensado y decidido cada uno, ni tan siquiera lo han decidido nuestros políticos. Hay un diseño, hay un designio que está tan oculto como Dios y que sólo se revela por sus obras. ¿Quién es pues el diseñador y finalmente el ejecutor?

Y la mascarilla no es más que la ridícula anécdota fotografiable. Pero añadidle al nuevo diseño el desmantelamiento de la familia, el invento de los mil géneros y las mil y una identidades, el soez emborronamiento de la mujer, la eliminación de la maternidad y de la paternidad, los nuevos dogmas de la calentología, del animalismo y del ecologismo de la “Nueva Era” … y aún no hemos tocado fondo. Y como ocurre en el fenómeno tan visible de las mascarillas y del “distanciamiento social” (burda contradictio in términis), el rebaño sigue tan dócilmente como las ovejas a sus geniales criadores, en cuyas manos están los piensos y los perros. Y al hablar de piensos (pendo, pendere, pensum), hemos de pensar también en los piensos “espirituales” con que nos alimentan los medios, con la televisión a la cabeza, precedidos todos ellos por el sistema educativo. Gracias a estos piensos, nos mantenemos fuertemente atados al mayal de la noria de la producción sin fin, sostenida por el consumo sin límites. El segmento “libre” de la humanidad de hace tan sólo un siglo, no se hubiese enganchado a esta noria ni por pienso.

 

Una gran pista: “a su imagen y semejanza; a imagen de Dios lo hizo”

El hombre a imagen de Dios, o Dios a imagen del hombre. ¿A imagen de Dios macho y hembra? Vale la pena darle un par de vueltas. He aquí el texto original: 26 καὶ εἶπεν ὁ Θεός· ποιήσωμεν ἄνθρωπον κατ᾿ εἰκόνα ἡμετέραν (y dijo Dios: hagamos al hombre según nuestra imagen) καὶ καθ᾿ ὁμοίωσιν (y según semejanza), καὶ ἀρχέτωσαν (y dominen sobre…) τῶν ἰχθύων τῆς θαλάσσης καὶ τῶν πετεινῶν τοῦ οὐρανοῦ καὶ τῶν κτηνῶν καὶ πάσης τῆς γῆς καὶ πάντων τῶν ἑρπετῶν τῶν ἑρπόντων ἐπὶ τῆς γῆς. 27 καὶ ἐποίησεν ὁ Θεὸς τὸν ἄνθρωπον, (27 e hizo Dios al hombre) κατ᾿ εἰκόνα Θεοῦ ἐποίησεν αὐτόν (según la imagen -el icono- de Dios lo hizo), ἄρσεν καὶ θῆλυ ἐποίησεν αὐτούς (macho y hembra los hizo).

He marcado los pasos de singular a plural (la koiné había abandonado el número dual). Digno de señalarse también el plural de Dios, que en el texto hebreo es Eloím, nombre plural (hagamos… a nuestra imagen). Hizo al hombre… macho y hembra los hizo. κατ᾿ εἰκόνα Θεοῦ (según el icono de Dios). Es totalmente legítima la lectura “los hizo macho y hembra a imagen de Dios”; otra cosa es que sea acertada. No hay impedimento léxico ni gramatical para esa lectura. No sólo eso, sino que antes, al referirse a Dios, ha dicho κατ᾿ εἰκόνα ἡμετέραν (a nuestra imagen). Es que si vemos la proyección de Dios en la naturaleza como alma viviente (ψυχὴν ζῶσαν), no hay otra visión posible que la dual de macho y hembra. Con el añadido singular en el hombre, de que Dios sopló en su rostro el soplo de vida (πνοὴν ζωῆς).

En cualquier caso, queda en pie que el hombre no puede percibir a Dios más que como imagen de sí mismo (puesto que él es imagen de Dios). Y es sumamente llamativo que la percepción más honda, más popular y más arraigada de Dios en el cristianismo, sea la de un Dios también dual; pero no formado por la dualidad padre/hijo (¡un esfuerzo más por asentar la paternidad humana!) sino por la dualidad mucho más potente y evidente en la naturaleza, de madre/hijo. Ahí está, en efecto, el culto a la madre de Dios (que por más señas, es virgen: madre sin concurso de varón: él no es pieza clave; hablaré de esto en otro lugar).

Pues sí, resulta que el camino más recto para llegar al conocimiento del hombre es el que pasa por el conocimiento de Dios. Estudiar la creación teológica de nuestra cultura, es estudiar la imponente construcción del hombre occidental-cristiano: las catedrales no son más que la plasmación en piedra del hombre en busca de sí mismo, que es buscando a Dios como se encuentra. Es el luminosísimo fecisti nos ad te de san Agustín. Éste es un camino (ascendente) para conocernos y amarnos, claro está; pero si decidimos abandonarlo, que no está mal como método de trabajo, podemos elegir otro camino (descendente): que ciertamente nos lleva a conocernos… aunque no precisamente a amarnos.

 

Metodología de análisis, la analogía: a quién me parezco más

¡Para qué vamos a ir engañándonos a estas alturas de la película! Si tras arrumbar teologías y metafísicas pretendo montarme una filosofía de la vida lo más arrimada posible a la realidad palpable y constatable, es absurdo y tremendamente desorientador que me compare con los lobos o con los leones entre los animales de manada; o que lo haga con los bisontes o con las cebras, si prefiero verme como animal de rebaño: es absurdo, totalmente absurdo. Hay una categoría distinta de animales, íntimamente ligada al hombre, muy significativa por su volumen, que es la de los animales criados, a los que llamamos también cautivos o domésticos. Son objeto de una disciplina llamada zootecnia (que también nos salpica a nosotros), de la que forman parte la ganadería tanto extensiva como industrial o intensiva, la piscicultura o acuicultura, intensísima también, la apicultura y otras. Todo técnicas para producir vida y hacerla rentable, es decir vida que no se rige por las leyes generales de la vida en la naturaleza, sino por las leyes de la vida convertida en economía. Producir reproduciendo. La vida convertida en economía. Es que cada vez va costando más encontrar vidas “humanas” que no estén convertidas en economía.

Se trata de una vida que (ojo al dato, que no es baladí) tiene dueño o criador; y que por tanto es inevitable incluir en su definición, al criador con su diseño o su designio para esos animales. Porque es ahí donde está la clave de lo que son: es de la voluntad de su criador, de donde arranca tanto su vida como cualquiera de las formas en que ésta se presente. Estamos por tanto ante una realidad inexorablemente dual: una dualidad formada por el criador y la criatura, por el dominador y el dominado, por el señor y el esclavo, por el explotador y el explotado, por el fisco y el contribuyente o confiscado. Una dualidad mucho más potente que la dualidad natural macho/hembra: pregúntenselo a la vaca, al buey y al toro de lidia. Y bórrense de la mente eso de que el hombre no está partido en esas dos supercategorías: es una de las grandes mentiras sobre la que se ha construido la moderna dominación y la más exhaustiva explotación.

Eso por una parte; y por otra, hay que estar tremendamente despistado para empeñarse en comparar la vida humana con los animales libres y autónomos de la naturaleza, en vez de hacerlo con los animales que nosotros criamos sometiéndolos a nuestros diseños, a nuestros designios y a nuestra conveniencia. Animales sometidos a explotación.

Mírese por tanto la mujer en la vaca, en la gallina o en la cerda si quiere entenderse de verdad; y mírese el hombre en el buey, en el caballo, en el asno, en el cerdo, en el pollo o en el lechón, si aspira a construirse una sólida filosofía de la vida. Si erramos en estas analogías fundamentales, sólo conseguiremos filosofías disparatadas: que es en lo que estamos desde la mirífica Ilustración.

Y claro, puestos a mirar “a quién me parezco más”, no nos queda más remedio que atender a la diferenciación sexual: en ninguna especie es lo mismo el macho que la hembra. Lo que en zoología se llama “dimorfismo anatómico-sexual” (y el derivado conductual) es tan esencial en todas las especies, que se dan más analogías entre hembras de distintas especies, que entre las hembras y los machos de la respectiva especie. Y eso ocurre también en las “especies humanas”, las criadas por el hombre. Por eso, a la hora de mirar el hombre-macho a quién se parece, haría bien en averiguar qué parecidos tiene con los otros machos “humanos”; y asimismo la mujer debería tentarse la ropa y examinar si no se va asimilando cada vez más su tratamiento específico como hembra, al que tienen las demás hembras criadas por el hombre. Tan distante del que se les da a los machos.

Y no olvidemos entre las analogías, el capítulo de la gobernanza de la salud, inexistente entre los animales libres, y que compartimos nosotros con nuestros animales cautivos. Fueron ellos, en especial los “animales obreros” (el buey, el mulo, el asno, el caballo…) los privilegiados destinatarios de la medicina laboral. Los llamaban veterinae porque su costoso entrenamiento y su gran utilidad, hacía que sus amos les alargasen la vida todo lo posible. Al tratarse de “vida útil”, era muy elevada la población de veterinas, para las que fue vital el servicio de los veterinarios. Y ahí estamos también nosotros: lo que se hace mucho más evidente al constatar cómo el servicio veterinario humano ha venido a convertirse en la más poderosa arma de dominación.

 

Criador y criatura, vasos comunicantes

La relación entre criador y criatura, es totalmente objetiva. Y precisamente sobre la base del “καὶ ἐποίησεν ὁ Θεὸς τὸν ἄνθρωπον, (27 e hizo Dios al hombre) κατ᾿ εἰκόνα Θεοῦ ἐποίησεν αὐτόν (según la imagen -el icono- de Dios lo hizo), ἄρσεν καὶ θῆλυ ἐποίησεν αὐτούς (macho y hembra los hizo). Traduzcamos simplemente, “e hizo el creador al hombre; según el icono del creador los hizo…” Lo inevitable, sí, lo inevitable es que toda creación sea imagen y reflejo de su creador, sea éste quien sea, y llámese como se llame. Y siendo el hombre evidentísimamente criatura (un animal de crianza, que de eso sabe mucho el hombre), es igual de evidente que ahí hay un criador, y que éste se ha proyectado en su criatura. Si hay esclavo, hay señor; si hay criadero, hay criador. Y tienen muchísimo que ver la criatura y el criador. Alguna relación, alguna semejanza suele haber entre ellos. Y no suele ser pequeña. Es muy frecuente que los perros se parezcan a sus amos, e incluso los amos a los perros.

Da lo mismo que no llamemos Dios al criador del hombre como postula el Génesis. Da absolutamente igual. Lo que es innegable es que existe ese criador, puesto que el hombre es criado (obviamente a imagen y semejanza de su criador, sea quien sea). Son muchos los que apuestan por que en el 2030 (la famosa agenda 20 30) sea Soros el gran criador del hombre. El visible. Tras él está el criador invisible.

¿Qué ocurre entonces cuando el hombre, la criatura, rompe amarras con su criador? No es el criador el que sale perdiendo, sino la criatura. El criador mantiene la capacidad de criar otras criaturas; pero la criatura no es capaz de producir un criador. Desaparecido el criador del cerdo, la desaparición del cerdo está cantada.

Pero he aquí que en el hombre se produce algo muy singular que nos facilita mucho la comprensión de este principio, y es que también él es criador; y que con toda seguridad vuelca su alma en sus criaturas, de modo que éstas vienen a ser icono de su criador, hechas a su imagen y semejanza. El hombre les puso a sus primeras criaturas el nombre de “ganado” (κτήνη), es decir ganancia, (fueron moneda, riqueza (kthmata = bienes especialmente ganaderos, pecunia en latín). Y en miles de años, no ha variado para nada su modelo de crianza. Desde que el hombre se puso a “criar” fuese lo que fuese, nunca ha parado de criar riquezas, de entregarse en cuerpo y alma a criar riquezas: a imagen y semejanza de su ávida alma.

¿Y qué ocurre cuando rompe los lazos que lo vinculan a su criador, lo conozca o no lo conozca, lo reconozca o reniegue de él? Pues le ocurre al hombre, pobre criatura, que se vuelve hacia sus criaturas, hechas también, cómo no, a su imagen y semejanza, y en ellas se vuelca y se revuelca (¡qué bien lo explica san Agustín en sus Confesiones!). Así, el hombre se convierte en ganado-ganancia con las mismas características que les dio a sus criaturas: lo esencial es que sean productivas, que produzcan ganancias, sin importar que para ello, tenga que parecerse cada vez más a sus criaturas: a la vaca lechera, a la gallina, al buey, a la cerda. Éstos son sus iconos (εἰκόνα): κατ᾿ εἰκόνα αὐτοῦ ἐποίησεν αὐτούς. A su imagen los hizo.

 

A su imagen y semejanza, κατ᾿εἰκόνα αὐτού

Ésa es ciertamente la clave que mejor nos abre el conocimiento de nosotros mismos, γνῶθι σεαυτόν. No hay camino más directo para conocernos, que mirarnos en nuestras criaturas, que son el espejo en que nos proyectamos. Distingamos si queremos, entre nuestras criaturas biológicas y nuestras creaciones tecnológicas, si creemos que eso nos favorece. Lo que hemos sido capaces de hacer hasta el momento en cuanto a biología, ha sido enmendarle la plana a la naturaleza modificando y retorciendo en un rato, a base de enredos y ocurrencias, lo que ella hizo en millones de años (más exactamente, en miles de millones de años). Y ahí tenemos los fabulosos resultados: nuestras criaturas ganaderas (hoy, en su formato de ganadería industrial, con su peculiarísimo estilo de vida) y nuestras enfermedades, a las que llamamos “sistema de salud”. Criaturas todas ellas de nuestro rarísimo ingenio, pura imagen de la insostenibilidad. La naturaleza no acogería ninguna de nuestras criaturas (ni al hombre de crianza, el “desarrollado”): en la naturaleza, difícilmente aguantarían vivas un solo día. La verdad última y lamentable es que tanta monstruosidad lleva al hombre a matar todo lo que cría. Y su última gran hazaña filosófica y moral le empuja a matar también al hombre: no le consiente que se muera, sino que lo mata. A imagen y semejanza de lo que hace con sus criaturas: vacas, cerdas y cerdos, gallinas y pollos, y hasta toros bravos. ¿Pues qué esperábamos?

Para ser justos, hemos de reconocer que nuestras criaturas no han sido siempre igual a lo largo de nuestra historia de criadores. Han ido evolucionando desde condiciones muy próximas a las de la naturaleza de la que fueron arrancadas, a las condiciones horribles en que están hoy. Y parece razonable observar que tanto entonces como ahora, reflejan nuestra imagen con gran fidelidad. Una imagen cambiante, cada vez a peor. Y tampoco hemos de desdeñar la imagen que de nosotros proyectan nuestros perros y gatos, puesto que también estas criaturas nuestras reflejan un aspecto interesantísimo de nuestra alma, quizá quizá el más impostado.

Y si volvemos la vista a nuestras criaturas tecnológicas, no dan de nosotros una imagen más reconfortante. Son brizna que se lleva el viento, son el medio y son el resultado de nuestra esclavización: para convertirse igual que nosotros, en polvo. Mirémonos en ellas si esto nos reconforta. Pero la verdad última es que somos esclavos de estas criaturas nuestras a las que dedicamos toda nuestra vida: son el instrumento, el medio con que nos esclaviza nuestro criador. Como esos pobres dueños de perros a los que es el perro el que decide dónde y con quién puede estar el dueño. Como esos niños malcriados que consiguen todo lo que quieren a fuerza de lloros, berridos, y si se tercia, mordiscos y puñetazos.

A eso hemos de añadir una precisión muy importante, y es que la especie humana está escindida en dos subespecies, la de los criadores (tan poco abundante como el macho líder en la naturaleza) y la de los criados (tan abundante como los rebaños). Eso hace que la imagen del sometido, su icono, se acerque cada vez más al último escalón de la crianza o creación humana: los animales que cría en sus granjas industriales. La vaca superlechera, la cerda megaproductiva y la gallina y el pollo infatigables, acaban siendo el más auténtico icono del hombre. Sí, el de La Granja.  

Las criaturas son imagen y proyección de su criador. Pero ojo, que estando escindidos en las dos categorías de criadores y criaturas, hay también entre nosotros criadores. Y nuestros singularísimos criadores de hoy, corruptores, degradadores, degeneradores, nos quieren a su imagen y semejanza: corrompidos, degradados, degenerados… κατ᾿εἰκόνα (αὐτwn) καὶ καθ᾿ ὁμοίωσιν. A su imagen y a su semejanza.

 

Somos animales domésticos; el summum de la domesticidad y la domesticación

Sí, claro, animal doméstico es el que vive en una “domus”, cuya función definitoria es la “habitación” (frecuentativo-intensivo de habere, tener). La principal función de la casa, en efecto, para unos es “tener”, y para otros, “ser tenido”: para los animales domésticos es invariablemente la voz pasiva (si no los tienes finalmente en tu casa, corral, cuadra, aprisco, corte o lo que sea, no los tienes, no los retienes, no son tuyos); y para la especie humana hay de todo: muchísima más voz pasiva que activa. Hay seres humanos que tienen casa; y los hay que es la casa la que les tiene a ellos pillados y esclavizados: la casa representa por lo menos un tercio de la esclavización del hombre “libre”. Bien visible y ostentosa dejamos en la tierra la huella de nuestra condición de animales domésticos, tan especiosamente domesticados. ¿Qué tal si nos miramos nuestras imponentes ciudades (“domus” al fin y al cabo) como nos miramos las pirámides de Egipto, contando la descomunal masa de esclavitud (dominación) que se ha necesitado para construirlas?

Nuestra diferencia al respecto con los demás animales domésticos, es la calidad de la domus y la certeza absoluta de que mientras en la especie humana es fácil identificar domesticadores (voz activa) y domesticados (voz pasiva), dueños de sus casa y esclavos de/en sus casas, en los restantes animales domesticados sólo se da la voz pasiva, siendo la especie humana (su segmento dominador) la que ejerce de domesticadora. Criadora de esas especies, claro está. Sin que eso impida que los dominados ejerzan a su vez de dominadores de las ínfimas categorías de dominados: hombres dominados, ejerciendo de dominadores de animales dominados. A imagen y semejanza de los “internos” (que se dice hoy tan finamente) de los campos de “trabajo” nazis (arbeit macht frei), que se ocupaban de “administrar” los “trabajos” del campo; y a pesar de tan enorme ejercicio de dominación, seguían perteneciendo (de manera más atroz aún) al segmento de los dominados. Es por aquí por donde hemos de buscar analogías.

Es esencial tener esto en cuenta, porque es imposible definir a un animal domesticado (voz pasiva), sin incorporar en su definición al domesticador (voz activa). El criador es por lo menos tan esencial como las “criaturas” fruto de esa acción criadora. Me refiero a la definición del hombre, inexorablemente dual. Y no estoy pensando, claro está, en la dualidad natural macho/hembra, tremendamente difuminada en cualquier régimen de explotación, como no sea específicamente sexual, sino en la dualidad genuinamente humana, dominador/dominado.

 

Volvamos al Génesis

Y como el Génesis es el único libro de nuestra civilización y de nuestras religiones que afronta de cara el problema del origen del hombre, no me voy a apuntar ingenuamente a la moda esa de empeñarnos en ignorar lo que tenemos delante al respecto, ¡lo único!, y que sin la menor duda es fruto de larguísima elaboración. No voy a renunciar sin más (en un ejercicio de vana necedad) a la sabiduría que pueda encerrarse en ese único libro que afronta nuestro origen totalmente de cara. ¡Con criador y todo!

Así que aquí me encuentro, viniendo a beber a la fuente (¡la única!) en que tengo alguna posibilidad de intuir al menos, nuestro origen, o de hacerme alguna ilusión de que estoy en el camino acertado para llegar a él. Una fuente, perdonad mi ingenuidad, mucho más seria, muchísimo más, que la cosa esa del Big Bang y de toda la madeja que han querido sacar de él. Por supuesto que el Génesis es mucho más consistente, y puedo obtener de él, enseñanzas que me ayuden a averiguar de dónde vengo y adónde voy (cosa que no veo manera de sacar del Big Bang).

Pues eso: tengo ante mí el libro que ya desde el título (la manipulación genética nos va un montón, ¿no?) se esfuerza en explicarnos el origen del hombre (no nos engañemos, el gran protagonista de este libro es la humanidad, y el gran tema, su “creación”, su Génesis, con el papel capitalísimo del Criador). Y bien, intentaré una vez más leer, simplemente leer, a ver qué soy capaz de descubrir.

  

Crear/criar al hombre ex novo

La naturaleza (me refiero a todos los demás animales) tiene su propia dinámica creadora y evolutiva (¡y liquidadora, por supuesto!) tan firme y segura como lo son las demás leyes que rigen el universo: desde la ley de la gravedad a las leyes del tiempo, del espacio y de la energía. Leyes que no dependen de la voluntad de nadie, a no ser que optemos por el creacionismo y sostengamos que todo el universo y las leyes que lo rigen dependen de la voluntad de su Creador. La especie humana en cambio, la única, ha creado sus propias leyes (para sí y para los animales criados por él) fuera de esa dinámica universal y fuera de esa voluntad suprema. ¡A que estamos de acuerdo!

Lo cierto es que desde el momento en que la especie humana es expulsada del diseño universal (del paraíso, ¡vamos!) y aun así se arrastra en modo de supervivencia extrema a base de “reinventarse” constantemente, nos topamos con la estrambótica arbitrariedad de la supervivencia fuera de la naturaleza, que caracteriza toda creación humana. Ésta es, ¡extraña coincidencia!, la ley que rige la supervivencia de la vaca lechera o de la supergallina superponedora: es evidente de toda evidencia que si no fuese por la clase de vida que les ha diseñado y les garantiza su dueño, se extinguirían. Por conservar la vida, pagan el precio que les ha impuesto el hombre. Forzoso es admitir por tanto, que el hombre ha salvado de la extinción a esos bienaventurados animales. Bien mirado, son animales creados ex novo a partir de especies que se hubiesen extinguido de todos modos, con tantísimas otras cuya extinción forzó el hombre. Nos vamos situando, ¿eh que sí?

¿Y qué pasa con el mismo hombre? ¡Pues qué va a pasar!: condenado a la extinción igual que lo estuvieron en su momento la vaca y la gallina, pero que se salvaron gracias a que el hombre dio con una fórmula genial para alimentarlas indefinidamente, resulta que esa misma fórmula fue la que encontró para sí mismo el hombre a las puertas de la extinción. Pero resulta que esa fórmula tan original y creativa, lo expulsó del paraíso: la fórmula se hallaba totalmente fuera de lo que estaba dispuesta a admitir la naturaleza. Y eso tuvo todo que ver con el cultivo intenso del árbol de la vida: la misma fórmula de supervivencia de la vaca y de la gallina, contribuyendo también ellas a la supervivencia del hombre. Y luego van y aparecen las vacas locas: ¡las vacas caníbales!

Ahí tenemos pues, un animal más, el hombre, creado ex novo a partir del singular “arte” del cultivo del árbol de la vida. Descaradamente contra la naturaleza. He ahí la genial “creatividad” humana. Y vayamos tentándonos la ropa, porque elemento esencial de su genialidad es acabar matando a todos los animales que cría: en realidad, el sacrificio es la razón de ser y la culminación de sus vidas.    

 

El árbol de la vida

Llevo ya más de medio siglo con la mosca detrás de la oreja, empeñado en leer el árbol de la vida situado en el centro del Paraíso, como una metáfora del ámbito alimentario, que evidentemente lo es (porque no hay manera de identificar en botánica el árbol de la vida ni sus frutos), que nos llevaría a la antropofagia (no la ocasional, sino la de cultivo) como el gran pecado que no tiene vuelta atrás y que provoca la expulsión del hombre del paraíso. Como piezas definitivas de esta tesis implantadísima en nuestra cultura, están el árbol de la cruz, del que pende el fruto de salvación del hombre, y su sacramentalización en la Eucaristía como misterio inequívocamente antropofágico, aportados ambos elementos por el cristianismo como el único remedio capaz de lavar ese gran pecado del hombre. La patrística abunda en esta visión: que parece hoy menos inverosímil a la vista de las aberraciones cada vez mayores y más abundantes a las que está abriendo paso la modernidad.

No es la antropofagia, no es el canibalismo que eventualmente se practica en algunas especies, no es devorar alguna vez su propia vida lo que expulsa al hombre del paraíso, sino el cultivo del árbol de la vida para alimentarse de sus frutos. El cultivo del propio árbol de la vida, ampliado luego con nuevas ramas: hoy vemos cuán intensivamente cultivadas. Es eso lo que nos diferencia de los demás animales no cultivados por nadie, y lo que nos asemeja a los animales cultivados por nosotros: ¡tan bárbaramente!

Esta línea argumental que he estado madurando durante tanto tiempo, tiene el ligero inconveniente de ser exclusivamente religiosa: parte en efecto de un pre-juicio (que no por ello es per se ni gratuito ni falso) que no están dispuestos a aceptar los diseñadores de las nuevas religiones laicas. Y no la rechazan porque no estén dispuestos a aceptar una lectura condicionada a demostrar una tesis, sino porque a lo que no están dispuestos de ningún modo, es a aceptar el condicionante religioso de una religión competidora de la suya. En ese frente tan condicionado, les es imposible aceptar condicionamientos que no estén dictados por sus dogmas ideológicos (“prejuicios” al fin y al cabo) contra razón y contra natura.

Pues bueno, resulta que vuelvo a encontrarme el árbol de la vida por tres veces en el Apocalipsis, que acabo de releer. Y al menos prima facie, no tiene nada que ver este árbol de la vida con el del Paraíso. Más aún, tan santificado y sublimado está ese novísimo árbol de la vida, que ni puede ser de ningún modo el del paraíso, ni es tampoco, al menos a priori, el árbol de la cruz. Esto no va en favor de mi tesis, pero tampoco me siento forzado sin más a renunciar a ella. Queda, pues, ahí aparcada la aporía.

 

Nos chifla enredar en el árbol de la vida

Eso parece, que una vez descubierto eso de cultivar el árbol de la vida para alimentarnos de sus frutos, no hay manera de apearnos del invento. La ganadería, cada vez más cruel, no es más que la prolongación a otras especies, del cultivo del árbol de la vida para no depender de la disponibilidad de vida-alimento decidida por la naturaleza. Me llama la atención el texto bíblico del cap. 2 del Génesis:  15 Καὶ ἔλαβε Κύριος ὁ Θεὸς τὸν ἄνθρωπον, ὃν ἔπλασε, καὶ ἔθετο αὐτὸν ἐν τῷ παραδείσῳ τῆς τρυφῆς, ἐργάζεσθαι αὐτὸν καὶ φυλάσσειν. Y tomó el Señor Dios al hombre que modeló y lo puso en el paraíso del placer (para) trabajarlo y cuidarlo. Y antes, nada más empezar el cap. 2, dice: οὐ γὰρ ἔβρεξεν ὁ Θεὸς ἐπὶ τὴν γῆν, καὶ ἄνθρωπος οὐκ ἦν ἐργάζεσθαι αὐτήν· Pues no había llovido Dios sobre la tierra, y el hombre aún no la cultivaba. Es decir que Dios le entregó al hombre el paraíso para que lo cultivara y lo guardara. Y habla en el v. 9 de la existencia del árbol de la vida (en primer lugar) y del árbol de la ciencia del bien y del mal, parece que como aposición: 9 καὶ ἐξανέτειλεν ὁ Θεὸς ἔτι ἐκ τῆς γῆς πᾶν ξύλον ὡραῖον εἰς ὅρασιν καὶ καλὸν εἰς βρῶσιν: E hizo brotar Dios de la tierra todo árbol agradable a la vista y bueno para comer. καὶ τὸ ξύλον τῆς ζωῆς ἐν μέσῳ τοῦ παραδείσου καὶ τὸ ξύλον τοῦ εἰδέναι γνωστὸν καλοῦ καὶ πονηροῦ. Y el árbol de la vida en medio del paraíso y (¿que es?) el árbol de saber el conocimiento del bien y del mal. El árbol de la vida en medio del paraíso, del que no hay que comer y por tanto no hay que cultivarlo.

Nos mandó Dios que ni tocásemos el árbol de la vida, porque eso sería nuestra muerte:  3 ἀπὸ δὲ τοῦ καρποῦ τοῦ ξύλου, ὅ ἐστιν ἐν μέσῳ τοῦ παραδείσου, εἶπεν ὁ Θεός, οὐ φάγεσθε ἀπ᾿ αὐτοῦ, οὐ δὲ μὴ ἅψησθε αὐτοῦ, ἵνα μὴ ἀποθάνητε. Y nosotros, erre que erre, seguimos cultivando el árbol de la vida. Cultivamos la vida, y no para de crecer la vida. Hemos decidido en cuestión de vida qué es el bien y qué es el mal. Y nos hemos venido a una vida monstruosa: desbocada, y encima estancada. Puesto que el hombre ha eliminado la selección natural, anda enredando en sus singulares formas de selección. Parece obvio que no es cosa del hombre “administrar” ni cultivar la vida: ni menos la suya. Los resultados, monstruosos; y cada rectificación, costosísima.

 

El lamentabilísimo estado de nuestro árbol de la vida

Ni lo toquéis” (οὐ δὲ μὴ ἅψησθε αὐτοῦ) “a fin de que no muráis” (ἵνα μὴ ἀποθάνητε). ¿No tocarlo? Manoseado hasta enguarrarlo al límite. Y todo en nombre de la ciencia y persiguiendo el bien (¡bueno, el bene-ficio!) con enorme ahínco. Y el resultado no podía ser más monstruoso. No hay especie en la tierra, ni se le hubiese ocurrido jamás a la naturaleza algo así, tan desbarajustada como la especie humana y las especies que cría el hombre para cerrar con ellas el ciclo de la manipulación de la vida. Especies de tan difícil sostenimiento, que ocupan los primeros lugares de las especies insostenibles y por tanto en vías de extinción inexorable. Tanto, que finalmente nos hemos colocado en la ideología de la extinción.

Como niño que todo ufano se atreve a desmontar un reloj, profundamente convencido en su ignorancia, de que no le será más difícil armarlo que desarmarlo. Y a la hora de reconstruirlo, constata que le sobran piezas por todas partes; y se pregunta, ingenuo, para qué le habrá añadido el pobre relojero tantas piezas inútiles.

Risum teneatis, amici (contened la risa, amigos), tendríamos que decir con Horacio, si la cosa no fuese tan trágica. Llevamos poco más de un siglo luchando contra la mortalidad infantil, tan intolerable y aberrante como diseño humano del árbol de la vida. Y para arrebatarles esos niños a la muerte, desarrollamos un arsenal de medicamentos, entre ellos las vacunas, que nos dan como premio de consolación un índice de morbilidad infantil (que culminará en la morbilidad senil) cada vez más elevado que le exige cada vez mayores esfuerzos a la ciencia médica del bien y del mal. Y con el bene-ficio siempre a la vista. Este sector tan benéfico de la medicina, es justamente el que aporta mayores bene-ficios.

¿Y cuál es la sapientísima respuesta a ese espantoso milagro de la ciencia de la salud y de la vida? La respuesta es el aborto, con especial indicación para los que se prevé que nazcan enfermos o causen enfermedad y fatiga psíquica a su madre. Un aborto que en su propia progresión y en su lógica inexorable, se afianza cada vez más en el infanticidio. Es la forma científica y genial de luchar contra la mortalidad y la morbilidad infantil, es decir contra la selección natural. ¡Menudas alforjas para ese viaje! Claro, la soberbia humana ha decidido que como es intolerable que mueran, hay que matarlos: estricta lógica zootécnica; y como tampoco podemos consentir que se enfermen, hemos de enfermarlos.

Sí, claro, el aborto “terapéutico” (matar a los que vienen enfermos) se hizo necesario al aumentar astronómicamente el número de subnormales (enfermos con graves anomalías de las que hoy llaman “incompatibles con la vida”, que la vida tenía la mala costumbre de llevárselos por delante). Tan exagerado y finalmente insoportable fue ese aumento, efecto colateral de la victoria sobre la mortalidad infantil, que la piadosa sociología lingüística decidió eliminar esa palabra del lenguaje políticamente correcto; y luego vino la ciencia médica a eliminar “preventivamente” a los subnormales asumiendo el trabajo que venía haciendo anteriormente la naturaleza. Es lo que tiene andar enredando y yendo de sabios en la manipulación del árbol de la vida.

Y como el santo y seña de la administración del árbol de la vida era ‘prohibido morirse’, se extendió esa acción benéfica a todas las edades, en especial la edad provecta, hasta el punto de que el sistema de salud conquistó unos índices de longevidad (y dependencia, y cada vez más dilatada morbilidad) jamás antes conocidos. Inasumibles de nuevo, por los ingenieros del árbol de la vida: que recurrieron a la eutanasia como sapientísima opción. La ideal, la preferida, ha venido a ser la que se resuelve con la píldora de los 70: la edad a partir de la cual los administradores de nuestras vidas han declarado que es inasumible el sobreprecio de la longevidad.

Sí, claro, estamos en manos de los grandes ingenieros de la vida: bueno, de la zootecnia humana, cada vez más en línea con la de los animales que nos ayudan con su vida (¡qué vida!) a sobrellevar la cada vez más onerosa carga de nuestras vidas. ¡Quién nos mandaría poner nuestras sucias manos en el árbol de la vida!

Y ahora ya, en la nueva plenitud de los tiempos, hemos llegado a lo que era inevitable: la sofisticación más obscena de la manipulación del árbol de la vida: hemos llegado al gran negocio de la creación y explotación de enfermedades. Tan grande como lo es en el mundo de la informática y de internet la creación y propagación de virus como táctica de sometimiento de todos los usuarios a las defensas y a los programas seguros de los que viven los propios creadores de esos virus. Como en la vida misma. ¡El árbol de la Vida! ¡Cuánta razón lleva el Génesis! “Ni lo toquéis” (οὐ δὲ μὴ ἅψησθε αὐτοῦ) “a fin de que no muráis” (ἵνα μὴ ἀποθάνητε).

 

La libertad y la esclavitud en el Génesis

Cuando se escribe el Génesis, la esclavitud está tan sólidamente instalada e inveterada en la humanidad, como la sucesión de los días y las noches. La ve todo el mundo tan natural y tan inevitable como la vio Platón miles de años más tarde de que se gestara el Génesis en forma de relatos orales. Quien no era capaz de defender su libertad (la otra cara de la esclavitud), la perdía: a no ser que amara la libertad más que la vida, y perdiera la vida en defensa de la libertad. Era la lógica de esa prolongadísima era de la humanidad.

Por eso es imposible imaginar una creación que no tenga en su trasfondo el binomio señor/esclavo. Siendo ésa la realidad, es imposible construir nada que no se asiente sobre ese sustrato en el que va implícito obviamente el temor a la muerte. Porque al fin y al cabo, “señor” es el que puede quitarte la vida cuando y como quiera; y esclavo es el que por temor a la muerte, entrega su vida al que se convierte en su señor. Para cuando se forja el Génesis, había crecido suficientemente el número de los que por no “ser muertos” (muy interesante el nombre-adjetivo “muerto” y sus antecedentes: ¡es una forma pasiva!) le entregaban su vida al que se había hecho con la posibilidad de darles muerte. La esclavitud era una institución tan sólida, que había llegado a ser ya constitutiva del hombre. Hasta tal punto que era ya imposible pensar en una historia que no se fundase sobre la dicotomía señor/hombre (=esclavo).

¿Existe pues la libertad en el Génesis? Sí existe, si entendemos por tal, la libertad de pecar (con la amenaza de la muerte sobre sus cabezas). No existe si observamos que no se cumple la amenaza del criador a la criatura: no castiga a Adán y Eva con la muerte, sino con una vida cargada de sacrificios tanto para ella como para él. Es que ésa es la clave de la esclavitud: no la muerte (que un muerto no es un esclavo), sino la amenaza de muerte. Amenaza constante. Porque es el temor a la muerte, el que hace al esclavo.

Clarísimo lo tiene san Pablo en su carta a los hebreos (2:15). Dice que la misión de Cristo fue “librar a los que por el temor a la muerte, estaban sujetos a esclavitud durante toda la vida”.

 

El miedo, la clave de bóveda de la esclavitud    

Paradíjico, la esclavitud prolonga la vida. La vida esclava, obviamente, la vida con los achaques propios de la esclavitud. Observemos tan sólo que la enfermedad no es más que uno de los elementos de prolongación de la vida. Innumerables vidas (estamos viéndolo hoy con absoluta claridad) se dilatan años y años gracias a la dilatación del estado de enfermedad: con la edad, las enfermedades tienden a hacerse incurables. Se mantienen en condiciones más o menos llevaderas, pero no se curan. Es la elección de la eufemísticamente llamada “dependencia” (¿quién más dependiente que el esclavo?), como si la dependencia fuese por sí misma un valor y un avance.

Los pueblos libres, exactamente igual que los animales libres, no estaban dispuestos a costear la prolongación de su vida con la libertad. Preferían perder la vida que perder la libertad. No aceptaban que su vida pasase a ser propiedad de nadie. Preferían la muerte a la esclavitud. Por eso se extinguieron, quedando como supervivientes los inclinados a la esclavitud, cada vez más intensa. Pues sí, aunque suene paradójico, la supervivencia (y sobre todo la pervivencia) humana está tremendamente ligada a la esclavitud. Es la esclavitud, gracias a su gran palanca del miedo a la muerte, la que nos premia con una larga vida. Y es la la obsesión enfermiza por alargar la vida todo lo posible y hasta lo imposible, la que nos mete de cuatro patas en la esclavitud. Si no os sometéis a la voluntad de vuestro señor y criador, de muerte moriréis.

Pero nos hemos acomodado a la vida esclava por huir de la muerte. Igual que nuestros animales cautivos se han amoldado al cautiverio. No todos, que algunos pájaros deciden quitarse la vida golpeándose contra los barrotes, al verse enjaulados. Amén del elevado índice de suicidios de nuestros animales cautivos, entre los que crece tremendamente el tedio por la vida.

En el Génesis, la muerte no es el castigo, sino la amenaza. Las múltiples formas de esclavización por temor a la muerte (derecho adquirido por el vencedor). La condena es, pues, la constante, obsesiva y enfermiza evitación de la muerte: condición indispensable para que funcione el invento de la esclavitud. Lo saben muy bien los que hoy aspiran a convertirse en los amos del mundo. Han logrado someter a toda la población mediante el bombardeo continuo del miedo a la enfermedad y a la muerte. Por todos los medios y a todas horas tenemos la exhibición de la enfermedad y la muerte. Con ello han logrado domesticar a la población, encerrarla en casa, liquidar el ocio, las diversiones, las fiestas y las relaciones sociales, arruinar enteros sectores económicos reduciendo a la gente a la miseria, y hacer andar a todo el mundo enmascarado, cabizbajo, mirándose unos a otros con desconfianza, como peligrosos e irresponsables contagiadores. Y todo eso ha sido posible gracias a la propagación de la terrible enfermedad (¡debilidad!) del miedo. Cada vez más esclavizados gracias a la sagaz utilización de esta arma. ¿Mortífera? ¡No!, es un arma “vivificadora”, prolongadora de la vida: pero pagando el altísimo precio de una esclavización cada vez más intensa.     

 

En el principio estaba la parábola. Sí, sí, he dicho “la parábola”.

La primera dificultad de partida es que finalmente, o mejor dicho desde el principio, nos tropezamos con el problema de la transmisión del conocimiento. Y aquí, nada menos que del conocimiento tan vital del inicio del hombre. Y claro, cuando nos dice san Juan en su impresionante prólogo que Ἐν ἀρχῇ ἦν ὁ λόγος: “En el principio era el Lógos, el Verbo, la Palabra” (Fausto no veía la manera de traducir ese texto), lo que nos dice a los que pasando por el latín hemos acabado en el romance, es decir en la palabra, lo que nos dice es que en el principio era la parábola. ¡Sorprendente! El cristianismo asumió explícitamente la transmisión de la doctrina en parábolas. Y tanto se recreó en ellas, que finalmente la parábola fue “la palabra”: rigiendo el conocimiento y su transmisión. Tal y cual: la parábola elevada a la categoría de palabra, ¡a la categoría del Lógos de san Juan!

Es que al ser imposible explicar algo desconocido más que con elementos conocidos (entre ellos la palabra y hasta “el relato”, que tanto se dice ahora), en los que sustentar la nueva información, no nos queda otro camino que la parábola. Que a veces lleva las claves de interpretación, y otras no. Por eso, cuando alguien intenta explicar algo tan fuera de nuestro alcance como el origen del hombre, pero apuntando directamente a él, el único recurso que tiene a mano es la parábola, la similitud, la asimilación, la analogía (mucho más comprensible doctrinalmente que el mito). De lo contrario, no hay la menor posibilidad de transmitir nada. Y encima resulta que también en balística es inevitable la parábola (el recorrido indirecto) como recorrido más certero: y tanto más pronunciada la parábola, cuanto mayor es el recorrido. En cualquier caso, no estamos ante un 2+2=4. La palabra no se deja manejar tan fácilmente como los números. Y menos aún la parábola. En esa reflexión me sumerjo en mi disquisición sobre el “Pró-logo de san Juan”. Te invito a echarle un vistazo.

En puro análisis literario, a nadie se le escapa que el relato de la creación del Génesis es una parábola, o quizá más exactamente un entramado de parábolas que por serlo, lo que pretenden es transmitir doctrina envuelta en narración. Aunque la inmensa mayoría de los analistas (¡tan racionalistas ellos!) prefieren llamarlo “mito”. Pero en verdad hay una gran diferencia entre parábola y mito, y es que mientras la parábola, teniendo intención doctrinal, deja traslucir la doctrina con gran claridad, en los mitos es tan difícil desvelar la intención doctrinal, si la hay, que por lo general ni siquiera se suelen analizar los mitos en este sentido.

Mi hipótesis de partida es, pues, que el relato bíblico de la Creación del hombre y de su caída, seguida de la expulsión del Paraíso, no es un mito, sino una parábola: ampliada con elementos explícitamente doctrinales (como el del matrimonio), que finalmente dan cuenta de la inequívoca intención doctrinal de toda la narración.

A raíz de estas reflexiones he recordado las de san Agustín en los tres últimos libros de sus Confesiones. Y me los he releído. Y de propina, el libro décimo, el dedicado a la exploración de la mente humana (bajo la denominación de la memoria) ¡Genial! Esta lectura me ha confirmado sobre la dificultad extrema de comprensión del Génesis, que no podemos ventilar con la afirmación ingenua de que fue escrito para gente simple que necesitaba que se le explicasen simplezas. La arqueología es mucho más sagaz que todo eso. Y la crítica textual de textos tan arcaicos y mucho más ricos en información que los huesos y las piedras, no puede ser menos.

 

¿Y antes del principio?

Nunca desataremos todos los nudos (solemos optar por cortarlos) ni resolveremos todos los misterios (preferimos negarlos). El entendimiento tiene sus límites (no los tienen en cambio, la vanidad y la necedad humanas). Y a pesar de esto, intento entender (¡menuda tautología!) qué tienen de novedoso y de genial esos tres primeros capítulos del Génesis que abordan su propia explicación (y proyección) del hombre, partiendo de un diseño totalmente contra la dirección dominante entonces; un diseño, el dominante entonces, que se parece demasiado al modernísimo diseño que finalmente intenta darnos hoy de nuevo el gran revolcón.

La dirección dominante, el “sentido único” tiene todo que ver con la fundación de la humanidad y con la implantación de la institución que define su genuina esencia: la esclavitud, no hay más. Y mi intuición me dice que el Génesis es el documento en que se relata la refundación de una humanidad que va direccionada claramente contra la esclavitud: ¡contra la institución fundacional de la humanidad!

Resulta que antes del principio del Génesis como documento de la humanidad, lo que se llevaba en la región era un infanticidio sagrado residual, ya en formato de holocausto, dedicado a Moloc, a Baal y a otros “demonios” (daimwneV). Huella de los sacrificios ordinarios de comunión: lo que nos lleva a la sospecha de que ésa fuera a su vez una forma residual de la cría de niños para el consumo, conectada quizás con la piamente llamada “prostitución sagrada” practicada en los templos de esos dioses en los rebaños sagrados de mujeres consagradas a ellos; quizás quizás para asegurarse de que no le faltasen sacrificios al dios cuando se enfriase la piedad de las mujeres del pueblo al que esos dioses-demonios brindaban su protección.

Ahí tenemos frente al infanticidio sagrado (sacrificio de comunión en sus principios y holocausto en sus postrimerías), que pasó a convertirse en mero sistema regulador de la población al irrumpir la civilización con la ganadería de otras especies; ahí tenemos, digo, frente al infanticidio sagrado, el “creced y multiplicaos”, tan cercano a la naturaleza, que rigió en el paraíso.   

En cualquier caso, no deja de ser ésta una imagen del árbol de la vida: violentamente sacudido para arrancarle sus frutos. Y tampoco es aventurado pensar que fuese justo la esclavitud la que, dando un paso adelante en dirección al bene-ficio (¡todo es hacer el bien!), que fuese justo la esclavitud la que nos ofreciese el impulso de superación del infanticidio antropofágico. Pero siendo tan brumoso el Génesis (al fin y al cabo, los principios nos caen lejísimos), es como un libro abierto, comparado con el dogma científico de la creación del universo por el Big-Bang. Y a ver qué será cuando llegue el descubrimiento “científico” del big-bang de la humanidad.

 

La primera carga doctrinal de la narrativa del Génesis: Dios

En la lectura ordenada de los tres primeros capítulos del Génesis, se traslucen quizá los más decisivos principios doctrinales de la “construcción del hombre” que, al salirse de la naturaleza, sólo tenía dos alternativas: o construcción o extinción. El primer elemento doctrinal, por orden de aparición, es Dios. Tema sumamente complicado y discutido ya en el mismo nombre. Normal por otra parte, puesto que el Génesis, el libro fundacional del pueblo de Israel (devenido por muchos motivos libro fundacional del hombre), ha de hacer frente a la multitud de dioses animistas (de la naturaleza) de los que se ha evadido el hombre y a no menor número de dioses antropomórficos que proliferan en torno al pueblo de Israel. El simple hecho de que su primer nombre, Eloím, sea el plural de “El”, que significa “señor” (reencontrado en Baal, Baal-Zebú y finalmente en Alá) nos ofrece un enorme campo de exégesis no sobre la esencia de ese Dios, sino sobre su percepción y transmisión, que no es poco. Tampoco podemos aspirar a más, cuando aún no hemos llegado a conocer la esencia de la luz, del átomo, de la célula y de la multitud de fuerzas invisibles que mueven el mundo.

Tenemos como claro indicador de que no hemos sido capaces de captar el contenido del fluctuante nombre de Dios en el Génesis (¡sólo el nombre!), que desde casi siempre, los traductores han optado por sobrenadar esos problemas y traducir sin más qeoV (zeós) en griego y Deus (¡tan cerca de ZeuV!) en latín, incorporando así inexorablemente a la transmisión del Dios del Génesis, la carga que tenían acumulada estos nombres en las respectivas lenguas, fruto de un largo y complejo proceso evolutivo, con una mezcla de conceptos religiosos y filosóficos. Clara constatación del traduttore, traditore.

Y estamos quizás ante la más determinante carga doctrinal del Génesis: se trata de darle un formato muchísimo más digno a la bifurcación del hombre en señor y esclavo. Dios pasa a ocupar el lugar del señor, convirtiéndose en el señor no sólo de los esclavos, sino también de los señores: rex regum et dóminus dominantium, rey de reyes y dominador de los dominadores. Con lo que pasamos a la novísima bifurcación Dios/hombre, sobre la que se construyó una nueva antropología, con su inevitable desarrollo religioso. Es lo que percibo como máxima revelación del Génesis. Difícil de detectar, porque pasó a convertirse en una obviedad de la que ni siquiera la Ilustración consiguió sacarnos.

 

El Dios Criador y Señor

Y tenemos ahí como dogma indiscutible, con una presencia tan cierta como la del sol, al Dios Creador (Criador se decía antes) del hombre. Fundamentalmente del hombre. No sería extraño que el resto de la creación estuviese supeditado a la creación del hombre y en ella se justificase. Porque el problema no es la creación del mundo (parece bastante evidente que ahí lo importante, además de la presencia de Dios, es el día de descanso tras los 6 días de trabajo); no es ése el tema central, sino la creación del hombre: por justificar en ella el indiscutible señorío de Dios tanto sobre el hombre dominador (el señor) como sobre el hombre dominado (el esclavo).

Porque el problema al que hace frente el pueblo de Israel, es el de su esclavización en unas condiciones muy parecidas a las de cualquier rebaño. Sus dueños egipcios (es en el faraón en quien se personifican todos ellos) se dedican a “criar” esclavos israelitas como simple fuerza de trabajo, en no mejores condiciones que los bueyes o los mulos. El gran tema del pueblo de Israel es la lucha contra la esclavitud. Y el primer paso para afrontar ese problema, es colocar a un Señor por encima de todos los señores, y a un Criador por encima de todos los criadores. Porque al fin y al cabo, los israelitas han estado siendo criados por el faraón, del mismo modo que criaba ovejas y vacas y bueyes y mulos para su servicio. Y su legítimo título de propiedad y señorío era justamente el de criador de todos ellos. Como el de criador de cerdos, de bueyes o de caballos.

Bajo esta perspectiva, la parábola del Dios único, criador absoluto de hombres, tanto dominadores como dominados, tiene una dimensión que va mucho más allá del simple poder creador. Un Dios que para afianzar su presencia y poderío, crea la gran institución del Día del Señor, el día sagrado de la semana, con el que pone coto a la dominación tanto activa como pasiva. Durante el día del Señor, ningún hombre puede ser señor ni esclavo. Cada semana, en el día del Señor, se celebra el gran día de la libertad. Estamos en efecto en la gran epopeya del rescate del hombre de las garras de raptores y criadores de hombres.

Dios se ha hecho cargo de un hombre totalmente arruinado por la dominación; y en esta encrucijada ocurre algo determinante, y es que para empezar a poner orden en el caos, el Dios Criador del hombre le arrebata al hombre criador de hombres, la prerrogativa de la dominación. Y como gran muestra de su poder instituye el día de la libertad del hombre: el Sábado, el Día del Señor, como una de las instituciones capitales en el esfuerzo de la humanidad por poner coto a la dominación. Díes Domínica es el Día del Señor que está para borrar las diferencias entre hombres dominadores y hombres dominados. La clave del sábado y luego del domingo no está en el descanso, sino en el reconocimiento del Señor que está por encima de cualquier otro señorío sobre el hombre. Tan capital este señorío, que hay que dedicarle un culto frecuente (uno de cada siete días). Nos lo dice el nombre de ese día en las tres religiones del Libro: el día del Señor. Por eso es tan grave y lamentable la pérdida de la sacralidad del domingo y del descanso a él vinculado. Es un quebranto de la religión que repercute en la antropología: el olvido de que no hemos de abandonar nuestra lucha por limitar todo lo posible nuestra esclavitud.

 

Del Dios Señor (Κύριος ὁ Θεὸς) al Dios esclavo (el Crucificado)

Quidquid recipitur, ad modum recipientis recípitur. Todo lo que se recibe, con la forma del recipiente se recibe. Inevitable. Y si el recipiente en que recibimos-captamos a Dios es el hombre, pues no quedará más remedio que recibirlo en forma humana. Es lo que llaman el antropomorfismo.

Pero claro, el hombre tiene dos formas diferenciadas e inconfundibles: la de señor y la de esclavo. Por eso es inevitable percibir a Dios como Señor o como esclavo. La mente da de sí lo que da de sí. Y con la mente, su transportín, que es la lengua. Ando dándole vueltas a la denominación de “nieto” en inglés. “grandsohn” o “grandchildren”. ¿Cuál habrá sido la percepción de los ingleses que pusieron en circulación estos nombres?

Respecto a Dios, el Antiguo Testamento, iniciado en el Génesis, nos presenta al Dios Señor, con todas sus prerrogativas; el Nuevo Testamento en cambio, nos ofree al Dios esclavo en el último nivel de la esclavitud: un Dios crucificado. Y ésa será, la cruz, la nueva imagen de Dios. Pero con una extraña particularidad, y es que el pueblo fiel no ha podido vencer su inclinación al señor, con lo que llama también Señor al Dios-esclavo, al Crucificado: le llama “Nuestro Señor Jesucristo”. Y a su humildísima madre, le da el título de “Nuestra Señora”. Auténtica pasión por el Señor. Tan incrustada está en el alma humana la soberanía del señor, que al menos en la denominación, Dios fracasó en su intento de hacerse esclavo con el hombre esclavo. Se armó la de Dios es Cristo, y al final fue la Santísima Trinidad la que acabó con el arrianismo. Hombres de dura cerviz, que dirá y repetirá la Biblia.

 

El árbol del conocimiento del bien y del mal

Pero resulta que esta última y reiterada lectura de los tres primeros capítulos del génesis en busca de la confirmación de mi hipótesis sobre el árbol de la vida, me ha dado un revolcón, obligándome a replanteármela. Porque ahí está también “el árbol de conocer el bien y el mal”; y al menos de momento, no hay manera de saber si junto al árbol de la vida, o imbricado en él. Y resulta que en la formulación de la prohibición del fruto del árbol situado en medio del Paraíso, Dios no alude al árbol de la vida, sino tan sólo al árbol “de conocer el bien y el mal”. “No comáis de él, pues el día que comáis de él, de muerte moriréis”. Luego hay que ver lo que dice al respecto la serpiente, desdiciendo lo que Dios les había dicho a Adán y Eva. Total, que empieza a parecerme que la jerarquía correcta de los acontecimientos, no es que sea en la transgresión de la norma alimentaria donde se produce la gran transgresión que da lugar a la expulsión del Paraíso, sino que es en el descubrimiento y establecimiento del bien y del mal, donde se produce el salto del hombre al precipicio.

Y que del mismo modo que Prometeo sufrió grave condena por robarle el fuego a Zeus, así también el hombre en el Paraíso se hizo reo de definitiva condena por robarle a Dios el conocimiento del bien y del mal. “Seréis como Dioses”, les dijo la serpiente en su afán por convencerlos. Porque el conocimiento del bien y del mal es prerrogativa de Dios: διανοιχθήσονται ὑμῶν οἱ ὀφθαλμοὶ καὶ ἔσεσθε ὡς θεοί, γινώσκοντες καλὸν καὶ πονηρόν. Se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses, conociendo el bien y el mal.  Como dioses, ὡς θεοί.

Me adelanto a advertir, entre paréntesis, que una de las tergiversaciones más obscenas del concepto de “bien” es el “bene-ficio”, que no es otra cosa que “hacer el bien”: bene facio. Y he aquí que entre las peores acciones humanas, es realmente difícil encontrar más maldad que la que se perpetra en busca del bene-ficio: la “buena acción” por antonomasia. Como para fiarnos del criterio humano sobre lo que es el bien.

No tengo otra posibilidad que someterme a la más rigurosa literalidad para sacar de ella las conclusiones a las que se pueda llegar sin retorcer el texto, sin interpretarlo en vez de traducirlo. Pues bien, obcecado como estaba por mi brillantísima visión del árbol de la vida como la razón suficiente con que explicar el punto de fuga en que convergen fenómenos aparentemente tan divergentes, me doy de bruces con otro árbol (no descarto en absoluto que sea el mismo árbol): veremos qué dice el texto original al respecto. Aparte de que en ningún momento se habla de dos árboles, un par de veces se explicita que es uno solo, el árbol cuyos frutos le están prohibidos al hombre. Y me inclino a pensar que es el árbol del conocimiento del bien y del mal, el que comprende al árbol de la vida (uno de sus aspectos esenciales), y no a la inversa.

 

El árbol del bien y del mal, hasta el fondo

Estamos en un plano tan metafísico como el de la libertad. La libertad no sería nada, no existiría, no tendría entidad si no existiese la esclavitud. Es ésta, puro invento humano, la que saca la libertad a la existencia. Simplificando: en la naturaleza no puede existir la libertad, porque no existe la esclavitud. Decir que los pájaros son libres no deja de ser una expresión antropomórfica. Es libre el que pudiendo ser esclavo, no lo es. Pero si no existe la posibilidad de ser esclavo (como ocurre en la naturaleza), porque no hay señor, tampoco existe la posibilidad de ser libre. Para la naturaleza, la libertad es un concepto vacío. Se trata de un imposible metafísico.

Otro tanto ocurre con el bien y el mal. En la naturaleza, los criterios de conducta son la necesidad y el instinto, sin que exista calificación moral para ningún acto. Más aún, para que exista calificación moral se necesita que exista un calificador moral, es decir un señor o un Dios, alguien con derecho y autoridad para ello: ἔσεσθε ὡς θεοί, seréis como dioses, γινώσκοντες καλὸν καὶ πονηρόν, conocedores del bien y del mal; y creo que más que conocedores (γινώσκοντες), creadores del bien y del mal. Porque únicamente en manos de los dioses está (ἔσεσθε ὡς θεοί, seréis como dioses) no ya “conocer” el bien y el mal, sino determinarlo, imponerlo, crearlo: ἔσεσθε ὡς θεοί. Si non esset lex

Y es evidente, es obvio que esos θεοί, esos hombres convertidos en dioses no sólo están (se colocan) fuera de la naturaleza, puesto que la moral es ajena a la naturaleza, sino que sólo por eso, sólo por instaurar la moral, que va frontalmente contra la forma de hacer de la naturaleza, se expulsan definitivamente de ella: abandonan el paraíso: que, no lo olvidemos, es el paraíso de las delicias (a las que pone coto la moral).

El gran conflicto está en la arbitrariedad de la moral (y de las leyes-imposiciones de los dioses), en virtud de la cual es posible avanzar tanto como se quiera en cualquier mal, aunque sea tan monstruoso como alimentarse del árbol de la vida. Es lo que tiene ser como dioses: instaurar el bien y el mal, y jugar con ellos a capricho. Ahí tenemos la lección de los CRIADORES-dioses de hoy, que han empezado instituyendo un código propio del bien y del mal.

 

Los elementos doctrinales del relato de la Creación

Volviendo a la parábola, quizá sería bueno distinguir entre la doctrina que se transmite a través de la parábola (compleja y articulada), directamente en forma de parábola o de doctrina por tanto, y por otra parte la doctrina marco que ni siquiera es manifestada en el relato. Y quizá esté en esta última categoría, la doctrina realmente fundamental: la que ocupará más adelante una de las dos tablas de la ley, su auténtico cimiento.

Y por este camino, llegamos a una cuestión realmente crucial: y es que en el relato bíblico es absolutamente imposible dar cuenta del hombre si no está ahí Dios tirando de él. Es que, tal como aparece en el Génesis, sin Dios no hay hombre. Y no porque nos posicionemos en el creacionismo, de manera que sin creador no pueda haber criatura, sino por un mero principio estructuralista. Al ser el hombre una criatura totalmente dependiente (lo es sin la menor duda desde el momento en que se bifurca en dominador y dominado, señor y esclavo), puesto que sin señor no hay esclavo, y sin esclavo no hay señor, es imposible explicar al hombre sin las relaciones de dependencia, igual que es imposible explicar al jinete sin el caballo, o al buey sin el hombre que lo crea mediante la castración del toro. De donde se infiere que el Génesis nos presenta ya al hombre escindido: optando Dios por ser una parte de esa escisión; y el hombre arruinado, la otra mitad del hombre escindido.

He aquí que en este orden, es imposible dar cuenta del hombre si Dios no forma parte de su esencia. Sin Dios, no hay manera de explicar al hombre, del mismo modo que sin el amo es imposible explicar al esclavo, y sin el hombre no hay manera de explicar al buey. De donde viene a resultar que en el Génesis, al hombre lo hace Dios. Y no sólo como alfarero. Vaya obviedad, ¿no? Ésta es una pieza clave del código doctrinal del Génesis.

Siguiendo en el mismo bloque, está la idea indiscutible de que hay que cumplir la voluntad del Señor (sus leyes) inexorablemente, bajo amenaza de gravísimas penas (la expulsión del paraíso). Junto a ésta, la idea complementaria de que “la criatura” no puede pretender de ningún modo ponerse a la misma altura del Criador, accediendo al conocimiento del bien y del mal, que es prerrogativa exclusiva del Señor: y la clave de la obediencia debida a Dios. Y la prohibición taxativa de alimentarse de los frutos del árbol de la vida. Digamos que siendo el contexto el que es, el Génesis viene a ser un compendio de teología fundamental, que es tanto como decir de antropología fundamental.

También la doctrina sobre el matrimonio (y en él, una ubicación de la mujer muchísimo más digna que la que le impone la Nueva Era con su ideología de género y su obsesión por destruir la familia) forma parte del cuerpo esencial de docrina (la más explícita) del Génesis. 

 

Empezando por el principio

ΕΝ ἀρχῇ, en el principio. En efecto, así empiezan los dos máximos arcanos con que nos enfrentamos: ΕΝ ἀρχῇ ἐποίησεν ὁ Θεὸς τὸν οὐρανὸν καὶ τὴν γῆν. En el principio hizo Dios el cielo y la tierra (pero atención, que decir Θεὸς es decir Κύριος), y Ἐν ἀρχῇ ἦν ὁ λόγος. En el principio existía el logos. En el primer arcano, en el Génesis, Dios creando al hombre: y el hombre escapándosele de las manos. Y en el segundo arcano, la Palabra como origen de todo, incluso de Dios por su identidad con él: καὶ θεὸς ἦν ὁ λόγος, y Dios era el lógos. ¿Y a quién se lo estamos diciendo? Pues nada menos que al zwon logikon (zóon logikón), al animal, el único, dotado de lógos, de palabra. Y añadan, si quieren, de razonamiento, de cálculo, etc. Ahora nos toca, pues, arañar la tierra para ver qué somos capaces de encontrar en ella. Lo menos que conseguiremos, será afilar las garras: que no será poco. En el primer principio, tenemos al Señor (es la inevitable necesidad de antropomorfizar a Dios, asignándole la máxima cualidad del hombre); y en el segundo principio (que conecta al Dios metafísico de los griegos con el Dios físico, histórico) tenemos la Palabra, el máximo distintivo del hombre: nueva antropomorfización.

Bueno, eso dice el versículo primero del Génesis en la versión de los 70. De entrada, tenemos una cierta variación con la Vulgata, que dice “creavit” en vez de fecit que nos daría el verbo ἐποίησεν. Iremos viéndolo con calma. La primera gran sorpresa es que aparece en el texto, sin explicación ni presentación previa, el personaje principal: Dios. ¿O decimos ya directamente El Señor? En análisis textual no es irrelevante ni mucho menos. Porque parezca lo que parezca al principio, el gran protagonista no es Dios, sino el hombre (desdoblado en dominador y dominado). El Génesis no es ni pretende ser la historia de Dios, sino la del hombre. Lo esencial en esta historia no es que Dios cree al hombre (de eso hablaré más adelante) sino que el hombre (sujeto de la voz pasiva) sea creado por Dios. Y que de todos modos, sin Dios no hay manera de construir ni de explicar al hombre. El hombre ya desgarrado. En el libro que nos da cuenta del origen del hombre, aparece Dios (su contraparte; aclaremos ya que es El Señor, Κύριος) como protagonista. No hay nadie más en el escenario. Pues sí, viene a ser como su media naranja. ¿La tercera mitad? ¡Aquí pasa algo!

Me explico con calma: ningún animal de la naturaleza necesita a Dios como explicación fenomenológica (fuera de la opción creacionista). No es posible en cambio explicar al hombre sin contar con Dios, sin contar con la incrustación de Dios en el hombre. Y no hablo de teología, sino de fenomenología. Dios jainetai (fáinetai), resplandece en el hombre, se manifiesta en él. Dios está poderosísimamente presente en la historia del hombre. No lo está en cambio, en la historia del león, del águila o del buey. Del mismo modo que no está el hombre en la historia (sobre todo, la constructiva, no la destructiva) del león, del águila, del elefante y en general, de la naturaleza. Sí que está presente en cambio y de una manera trágicamente ineluctable en la historia del buey, de la vaca y de la gallina. Es imposible escribir la historia de estos animales, criaturas “humanas” al fin y al cabo (sobre todo, la historia de su expulsión de la naturaleza) sin incrustar en ella al hombre que los crió. Creo que sí que se me entiende.

Que el hombre está desdoblado, es evidente. ¿Pero en tres mitades? La otra mitad del hombre (del sometido, del que se ocupa el Génesis), ¿es el señor o es El Señor? ¿es el Rex regum et Dóminus dominantium, el Rey de reyes y Dominador de los dominadores? Porque tiene toda la pinta de que la gran solución (quizás ya la única posible) para el ἄνθρωπος, no es volver a recomponer las dos mitades en que está partido (siendo la otra mitad el κυριoς, el señor), sino en poner por encima de los dos al Κύριος, al Señor: la tercera mitad que se coloque por encima de las dos iniciales.

La verdad, no nos engañemos, es que el ἄνθρωπος desea estar bajo la dominación del mejor señor, de Dios; y que el κυριoς a lo que aspira es a ser Κύριος ὁ Θεὸς, El Señor, con lo que viene a resultar que Dios (¿la tercera mitad?) tira fuerte para arriba de las dos mitades del hombre.

 

Sin hombre, no hay buey; y sin Dios no hay hombre. Tal y cual

Pues bien, por no abandonar la analogía, Dios es tan indispensable para explicar al hombre, como indispensable es el hombre para explicar al buey. Ambos, fenómenos que se originan totalmente fuera de la naturaleza, y en buena medida contra ella. De pasada vale la pena observar que la naturaleza se explica y se basta a sí misma: todo cuadra en ella. El hombre en cambio, sujeto también en lo esencial a la naturaleza, está en violento impulso de fuga de la naturaleza. Y de igual modo que el hombre es parte inseparable de la explicación del buey (tan violentamente sustraído a la naturaleza), asimismo, Dios forma parte inseparable de la explicación del hombre. Sin hombre no hay buey, y sin Dios no hay hombre. En el buey está realizada una parte fundamental de la esencia del hombre (sí, de su esencia), del mismo modo que en el hombre está incorporada buena parte de la esencia de Dios. Esto no es teología, repito, sino mera fenomenología. ¿Os dais cuenta de que estoy hablando de ENTES DE RAZÓN muy reales en el hombre? Señor/esclavo, dominador/dominado, explotador/explotado, fisco/confiscado… ¡son entes de razón, son constructos. ¿¿Existen?? Sí, claro, en el hombre, a su manera, en su estructuración no sólo teórica, sino también fáctica.

Y veremos en el relato del Génesis, cómo Dios se amasa con el hombre, cómo Dios se construye en el hombre. La clave está en el mismo nombre de Dios: o quizá más bien en la adopción-interpretación-traducción del nombre de Dios. En cualquier traducción. Un seguimiento del nombre de Dios en toda la Biblia, empezando en el Génesis y rematando en el Apocalipsis, nos marca de forma luminosa los caminos del hombre (no olvidemos al Hijo del Hombre). Quedémonos en el Génesis con ὁ Θεός (el Dios) y con Κύριος ὁ Θεὸς (el Señor Dios), que nos da la versión de los 70. Sin olvidar que partimos de Eloím, el plural de El (señor), imposible de entender fuera del contexto de la esclavitud (repito, el concepto de señor -tanto en minúscula como en mayúscula- es imposible de entenderse fuera del contexto de la esclavitud), que muy probablemente es la institución fundacional de la humanidad.

Me encantaría dedicar unos meses a hacer el seguimiento del nombre y del concepto de Dios en la Biblia por supuesto, pero también en las literaturas griega y latina, para ver cómo se ha construido en el Occidente finalmente cristiano, el concepto de Dios y la palabra que lo contiene. No por agotar el tema (quizás inagotable), sino por entrar en él con el máximo rigor léxico y semántico: cuestión totalmente previa a cualquier teología, incluidas las laicas. Y por supuesto, me encantaría completar el trabajo explorando la diversidad de nombres del hombre (del hombre especie), en los que está marcada a fuego la dominación: bifurcada en dominador (señor) y dominado (esclavo), tema en el que ya tengo trabajadas algunas piezas. Por supuesto que ahí quedan muy alteradas la bifurcación hombre/mujer y las subsiguientes derivadas. Hasta hoy, que de eso no hay manera de escapar. A pesar de los múltiples maquillajes léxicos que han experimentado no sólo los sujetos, sino también los elementos y los sistemas de la dominación. Hoy es el llamado “lenguaje inclusivo” el que lleva de cabeza a los acomodadores de la lengua a las ideas. Olvidando la fuerza de la palabra, superior a tantas otras fuerzas.  

El disparate, tan actual, de empeñarse en crear neologías ignorando la arqueología. El disparate de no sé qué lenguajes inclusivos, ignorando que el género gramatical no tiene otra procedencia que el género biológico, en el que se metieron todas las cosas (todo lo no animal) a calzador. Y mucho más al desterrar de la gramática el género mayoritario, el ne-utro (ni uno ni otro, ni macho ni hembra). En fin, antes de entrar en neologismos, hemos de volver la vista hacia el arqueologismo.

 

Afinando aún más: ¿el hombre criado por el señor o por El Señor?

La cuestión clave, la tenemos resuelta: el hombre es tan criatura de su señor, como lo son el laborioso buey, la productiva vaca lechera y el bravo toro de lidia. Sabemos de estos tres que son “criados por” o “criaturas de”, es decir fruto de crianza. Y sabemos también quién es su criador y señor. Del hombre tenemos también la evidencia de que es fruto de crianza (el criador-explotador-dominador del hombre emplea en su crianza, esfuerzos muchísimo mayores que los empleados en la crianza de la vaca, del buey y del toro por su dueño-explotador-señor: pongan ahí los enormes esfuerzos por configurar al hombre individual y colectivo a través de la enseñanza y los medios por una parte, y de las leyes e instituciones por otra); pero el conflicto (¡totalmente absurdo!) viene a la hora de identificar al “criador” del hombre. Nadie quiere ser identificado como tal.

La mera observación nos deja ver bien a las claras quién es el amo en cada caso. Pero es que a partir de los movimientos de liberación del hombre (cambio de unos dominadores por otros), empezando por la Ilustración y la revolución francesa (que con artilugios metafísicos llaman libertad a los nuevos modos de esclavitud), ya nadie quiere que se le identifique como señor-dominador o soberano de hombres y pueblos; en justo paralelo al empeño del esclavo por no ser identificado como tal, sino como libre: sin-señor. Y ahí aparecen esos jeroglíficos políticos que asignan la soberanía mancomunada a los súbditos de esas nuevas soberanías. El último invento, el del capitalismo comunista, al que se maquilla con el adjetivo de “inclusivo”. No fue de menor entidad el invento de la “soberanía” del pueblo sobre sí mismo, cuyo ejercicio se encomienda a los señores de nuevo cuño: los “representantes” del pueblo libre y soberano.

Claro que el dilema se resolvería aceptando la versión del Génesis: “El Señor”, Criador y Soberano del hombre. Pero no, porque resulta que toda soberanía antigua (llamaban al pan pan, y al vino vino) la sustentaban en la soberanía superior de Dios (la versión del Génesis a pies juntillas); con lo que para desmantelar esas soberanías, tuvieron que negar de plano que el hombre fuese “criado” y su “criador” fuese Dios. Sin darse cuenta, pobres, de que si no era Dios el Criador del hombre, lo era el hombre-señor, el hombre-criador de hombres y de pueblos. En serio, que no tenemos escapatoria: o es El Señor, o es el señor. Es lo que tiene el estar el hombre escindido en los opuestos señor-esclavo, dominador-dominado, explotador-explotado, fisco-confiscado.

 

Criado y domesticado: “Mi yugo es suave; y mi carga, ligera”

Tan evidente es que el hombre es el primero y principal de los animales domesticados, que la Biblia se recrea en las imágenes en que el hombre es asimilado a éstos. Ahí está la imagen del Buen Pastor (hoy absolutamente residual a causa de la cruenta ganadería industrial); ahí tenemos las palabras evangélicas: “Venid a mí todos los que padecéis por el trabajo y por la carga, y yo os aliviaré… mi yugo es suave, y mi carga ligera”. Desde que “se proclamó”la libertad del hombre dominado y explotado, se ha intentado ocultar al máximo su condición de animal doméstico y domesticado: uno más. Hasta la religión se ha vuelto sumamente pudorosa en esto: que en esto radica al fin y al cabo la mayor vergüenza del hombre (del que ha quedado humillado) y la desvergüenza del que se ha alzado sobre él. Idéntica reflexión vale para situarse respecto al pudor que siente la mujer en cuanto a su dominación sexual, tenga ésta la forma que tenga y explíquese con las metafísicas que se quiera explicar. El enorme desparpajo del destape no ha llegado a la gran cuestión de fondo. Se pornificará a la mujer hasta el extremo, pero no se llegará a establecer la relación entre la esclavitud específica de la mujer y la porneia, la forma mentis et córporis preferida para ella por el hombre. Eso sí que no.

Y en cuanto a los parámetros de la domesticación, ahí los tenemos en el Génesis: los dos que compartimos con los animales libres (alimentación y reproducción), más el de la explotación-productividad, que compartimos con nuestros animales cautivos, y en especial con las acémilas. Es la condena al trabajo.

En cuanto a la alimentación, está presidida por la gran prohibición que transgredió el hombre (la del árbol de la vida, en el que implicó a otros animales que le ayudaran a llevar tan enorme carga); la reproducción en cambio, se parece a los animales libres: sin limitaciones: “creced y multiplicaos y llenad la tierra”. Bajo la ordenación única del matrimonio, tan asumida que ni siquiera se explicita prohibición alguna al respecto.

 

La escala de los criadores

Es evidente que la razón de ser y de vivir de los animales explotados en las enormes granjas industriales, no la hemos de buscar en los obreros y técnicos que trabajan cerca de esos animales y en contacto con ellos. Los auténticos criadores, los diseñadores de la vida de esos animales están en escalafones más altos: siendo probablemente los más determinantes, los escalafones financieros: los “ganaderos” o ganancieros, claro está.

Lo mismo ocurre respecto al hombre (animal explotado donde los haya): su diseño y sus designios no hay que buscarlos en los últimos escalafones de sus explotadores, sino en lo más alto de la escala. Sus criadores se reparten funciones y poder. Ni siquiera en el escalafón de la dominación fiscal, con ínfulas de criadores de altísimo nivel (piénsese en la “distribución de la renta”, “universalización de los servicios”, “sanidad universal” etc.), en ese escalafón, tan alto que deja el de la explotación para sus subordinados, no están todavía los grandes criadores del hombre. La escala sube aún más, muchísimo más. Y es en la cima de esa escala donde se produce la dura batalla entre el bien y el mal.

Y es obvio que del mismo modo que poco sabremos de la esencia de la vaca lechera, del buey o del toro bravo si no conocemos y entendemos a sus criadores, poco sabremos del hombre, de su diseño, de sus razones de ser y de vivir, si no llegamos a lo más alto de la escala de sus criadores. Hoy tenemos la gran movida de la globalización. De momento estamos inmersos en la descomunal operación de la dominación sanitaria universal cuya cara visible es la Organización Mundial de la Salud, dispuesta a administrar la salud y la enfermedad de todos y cada uno de los seres humanos. Es el primer gran paso para ir al Gobierno Mundial de la Nueva Era. Y como es obvio, aprovecha a fondo la enfermedad para imponer su dominación.

Pero no es ésa aún la cúspide de la escala que nos lleva al auténtico criador del hombre. Por encima de esa organización ha estallado una guerra a muerte entre las distintas fuerzas empeñadas en definir e imponer el bien y el mal. Una guerra de dimensiones y de hechuras realmente apocalípticas. Vemos cuán magistralmente se está manejando la pandemia del Covid 19 en orden a la dominación de toda la humanidad por el miedo a la enfermedad y a la muerte (sin entrar siquiera en la cuestión de si ha habido una mano negra que crease y soltase el virus). Es en ese tramo de la escala, donde encontraremos los auténticos criadores del hombre.

 

Quien no conoce a su criador, no se conoce a sí mismo

Y ahí está el Génesis, que nos ofrece una visión luminosísima del diseño y los designios del hombre a partir de su criador: el que nos propone el Génesis como supremo, el que está más arriba en la escala de Jacob. Es muy atendible esta propuesta del Génesis, por supuesto. Pero la principal lección que hemos de sacar de estos textos, es que no existe la menor duda sobre la condición de “criado” o “criatura” (¿infantilidad perpetua?) del hombre. Y que por tanto, para conocer al hombre es imprescindible conocer a su criador. “Quien a su padre parece, honra merece”, dice el refrán. Es que difícilmente podremos definir al buey, a la vaca o al toro bravo y trazar su filosofía de vida, si no tomamos justo de su criador estos elementos clave de su vida. A nivel ontológico por supuesto, pero también a nivel existencial.  

Cumplimos por tanto con la invitación del oráculo, γνῶθι σεαυτόν, cuando incluimos en el conocimiento de nosotros mismos, el de nuestro criador, el que decide cómo hemos de ser. Eso se llevó así cuando para saber de nuestro origen nos remitíamos al Génesis; pero hoy que nuestros criadores emplean múltiples pantallas para ocultar su rostro, se diría que el objetivo que se persigue con semejante táctica, es que nunca lleguemos a conocernos a nosotros mismos: que desconozcamos de dónde venimos, adónde vamos y quién nos marca el camino. En efecto, si renunciamos a conocer a nuestro criador, quién es y cuáles son sus designios respecto a nosotros, estamos renunciando a conocernos a nosotros mismos; renunciando por tanto a ser nosotros mismos, si es que el sistema de dominación nos deja alguna posibilidad de alcanzar ese objetivo. Si quieres conocerte a ti mismo, has de conocer a tu criador, que es parte esencial de ti mismo.

 

Los 6 días de la Creación y los 7 días de la semana

El capítulo 1º del Génesis hace el recorrido por toda la Creación, los 6 días, incluida la creación del hombre en el vers. 27: καὶ ἐποίησεν ὁ Θεὸς τὸν ἄνθρωπον, κατ᾿ εἰκόνα Θεοῦ ἐποίησεν αὐτόν, ἄρσεν καὶ θῆλυ ἐποίησεν αὐτούς. E hizo Dios al hombre, conforme a la imagen (icono) de Dios lo hizo, macho y hembra los hizo. Todo esto, el mismo día en que crea todos los animales terrestres. En esta narración global de la creación, aparece el hombre como uno más entre todas las “criaturas”, pero en total y absoluta situación de privilegio: a imagen y semejanza de Dios, y con el objetivo de colocarlo sobre toda la Tierra: κατακυριεύσατε αὐτῆς (τῆς γῆς) καὶ ἄρχετε τῶν ἰχθύων τῆς θαλάσσης καὶ τῶν πετεινῶν τοῦ οὐρανοῦ καὶ πάντων τῶν κτηνῶν καὶ πάσης τῆς γῆς καὶ πάντων τῶν ἑρπετῶν τῶν ἑρπόντων ἐπὶ τῆς γῆς. “Adueñaos de ella (de la tierra) y dominad los peces del mar, y las aves del cielo y todas sus riquezas animales, y toda la tierra, y todos los reptiles que se arrastran por la tierra”. Está claro no sólo que el hombre es la obra cumbre de la creación, sino que toda ella la pone el Creador bajo la dominación del hombre y a su servicio.

La parábola es tan clara como la del sembrador: el auténtico señor de todo lo creado, es el Creador, que lo somete todo a la dominación del hombre con una sola condición: que el hombre se someta a la dominación de Dios, que tenga claro que Dios es el Señor de todo lo creado, y señor también del hombre. Y que en consecuencia, en reconocimiento de ese señorío supremo, el hombre (todo el género humano) dedicará 6 días a la semana a dominar si es dominador, o a ser dominado si es esa su condición; pero que un día a la semana no habrá ni dominadores ni dominados, porque ése será el día del Señor, el día grande del hombre, el día de su libertad. Y cumplirá los mandamientos del Señor.   

 

¿Vegetarianos o veganos?

Decimos en español, que “con las cosas de comer no se juega”. Y efectivamente, lo más definitorio de cada especie primero, y ya en nuestra especie, lo que más decisivamente define a cada pueblo, a cada cultura, a cada civilización, y apurando ya, a cada religión (es el momento de pensar también en las religiones laicas), es lo que se come. También en el Génesis es de la máxima trascendencia no sólo lo que se come, sino también lo que se puede o no se puede comer. Y los riesgos tremendos a que se ve expuesto el que se atreve a comer transgrediendo las fronteras del bien y del mal.

En efecto, en los v. 29 y 30 del cap. 1 del Génesis, rematando ya la obra de la creación en su 6º día, está escrito: “Y dijo Dios: he aquí que os he dado toda hierba abundosa de semilla que hay por toda la tierra; y todo árbol que tiene en sí mismo fruto de semilla apta para sembrar os será de alimento. Y para todas las fieras de la tierra…  y toda hierba verde para comida”. Y termina el día sexto y el capítulo primero con la fórmula: “Y así se hizo. Y vio Dios todas las cosas que había hecho, y he aquí que eran hermosas en extremo. Y se hizo la tarde, y se hizo la mañana, día sexto”.

Estamos en la primera fase de la creción, antes del pecado, cuando el hombre es uno más de los seres vivos. La norma de alimentación tanto para él como para los demás animales, es exclusivamente vegetal. La creación es perfecta: καὶ ἰδοὺ καλὰ λίαν. Los días 2, 3 y 4, dice simplemente: καὶ εἶδεν ὁ Θεός, ὅτι καλόν, y vio Dios que era bueno. Pero aquí, en la síntesis del día sexto, dice Dios que las cosas que había hecho eran sumamente buenas. Y forzoso es entender que no sólo la creación del hombre, la gran obra del día sexto, sino también la cuestión alimentaria fijada en la culminación del día sexto, entra en la categoría de “sumamente buena”. Es en efecto la que ocupará en los dos próximos capítulos el nudo del drama. En su estricta literalidad, la primera opción alimentaria tanto para el hombre como para los demás animales, fue la forma más extrema de vegetarianismo: el veganismo. No parece meramente circunstancial ni casual este vegetarianismo fundacional, que ha sido debate perpetuo en la humanidad. Y que tiene ahí una primera calificación probablemente mucho más moral que estética: el primer atisbo de la lucha entre el bien y el mal.

Habitualmente se ha prestado poca atención al mero aspecto alimentario del Génesis y su drama, y se ha obviado la lectura meramente alimentaria por demasiado simplista, por falta de profundidad teológico-ideológica; pero vuelve a estar esta cuestión en el candelero, constituyendo una de las batallas culturales más bravías que hoy se están lidiando. Y presenta la particularidad de haber sido puesta como el pilar fundamental de la conducta humana, de su calidad moral. Ahí vuelve a estar la lucha entre el bien y el mal que, ¡vaya por dónde!, al final tiene todo que ver con el crecimiento/decrecimiento de la población, el “creced y multiplicaos” que finalmente es el tema capital de todas las propuestas moralizantes de la Nueva Era.

Vale la pena fijar nuestra atención en el aspecto moral de la alimentación (la batalla del hombre entre el bien y el mal): una cuestión planteada desde el mismo Génesis. Y vale la pena porque justamente hoy se está planteando esta cuestión con unos tintes de gran intensidad y dramatismo, tras el movimiento animalista. Y no es nada ocioso ni gratuito plantearla hoy, porque los niveles de explotación animal alimentaria han alcanzado unas cotas de inmoralidad y vesania difícilmente superables (quizá sólo superados en el Edén al iniciar el invento). La angustia y la desesperación de esos animales torturados del primero al último día de sus vidas, clama al cielo con alaridos desgarradores. ¡Cómo nos hemos excedido en el cultivo y explotación del árbol de la vida! Y lo más relevante de este movimiento moralizador de la alimentación, apunta al corazón mismo de la otra gran cuestión moral de la nueva era: el exceso de población humana. Que se resolvería de un plumazo con ese movimiento de “moralidad alimentaria”. Eso sí, a costa de hambrunas bíblicas, a las que está apuntada la naturaleza con total normalidad: es el hambre (la falta de alimentos) la herramienta más eficaz y habitual de regulación de la población en cualquier especie. Tan natural como la naturaleza misma.

La cuestión moral está planteada con enorme crudeza: “los buenos” de antes, optan por la alimentación de todos a cualquier precio (incluido el de la tortura de los animales); y obviamente, jamás han condenado la salvaje ganadería industrial. “Los buenos” de hoy por el contrario, anteponen la defensa de los animales a la alimentación humana (es que sostienen además que se debe reducir la población humana porque es excesiva). Los de antes, defendiendo a los hombres (creced y multiplicaos) a costa del sufrimiento de los animales; los de ahora, defendiendo a los animales a costa del sufrimiento humano.

Añado para completar el panorama, uno de los argumentos que se dan para explicar la prohibición de comer cerdo tanto en el judaísmo como en el islam. Según argumenta esta explicación, el sabor de la carne de cerdo es muy parecido al sabor de la carne humana; y su prohibición tendría por objeto no despertar el deseo de la carne humana al recordarla. Esto nos situaría en tiempos de vigencia de la antropofagia. No perdamos de vista que los sacrificios humanos (obviamente, sacrificios de comunión) fueron los preferidos por los dioses. Y obviamente también por los hombres.  

 

¿Criar perros y gatos para comérselos?

Es evidente que esta conducta nuestra gracias a la que crecemos y nos multiplicamos y nuestra semilla no se la traga la tierra, necesita ser revisada a fondo. Sigue ahí en pie el árbol del conocimiento del bien y del mal… para inclinarnos al mal. Como ocurrió en el Paraíso. El hombre le arrebató a Dios el conocimiento del bien y del mal: decidir él por su cuenta y riesgo, qué era bueno, y qué era malo; con la evidente posibilidad de llamar bien al mal, y mal al bien. Por ese camino le llevó la serpiente, convenciéndole de que desde el momento en que tuviera el poder de etiquetar las cosas como buenas o malas, sería como Dios. Y lo que viene a continuación, es la explotación del árbol de la vida: el peor mal, en el que no ha caído absolutamente ninguna especie de la naturaleza, se nos presenta como el mayor bien. A eso se le llama ganadería, ganancia, bene-ficio. Nos hemos erigido en dueños y señores del árbol de la vida: tenemos nuestras inmensas “fábricas de vida” como la mejor fórmula para nuestra alimentación. Y llamamos a eso nuestro mayor bien, y lo consideramos el motor de la civilización.

Seguimos cultivando y explotando en su máxima intensidad el “árbol de la vida”. Pero en una forma “evolucionada”. Pocas dudas nos dejan la zoología y la etología, sobre los inicios de ese cultivo. Simplemente reculando de donde estamos y desandando los pasos que hemos “avanzado” en esa originalidad tan “humana” sobre la que hemos edificado la mayor exaltación de la humanidad, vamos a parar a un paraíso en cuyo centro estaba plantado el árbol de la vida, a la sombra del árbol del conocimiento del bien y del mal. El único árbol prohibido (¡qué más da si por Dios o por la Naturaleza!). Y tal como el Señor había vaticinado, la transgresión de esa prohibición fue el origen de la ruina del hombre. Con infinito estruendo vital, porque de cultivar el árbol de la vida se trataba; pero estruendo y ruina al fin y al cabo. Hoy seguimos cultivando el árbol de la vida: nos dedicamos a la crianza de las criaturas con las que hemos decidido alimentarnos; pero el lugar de nuestras criaturas ha sido ocupado por las de otros animales domésticos.   

No está mal que la nueva religión laica reabra el debate sobre el cultivo del árbol de la vida ampliado a otras especies. Y lo hace, naturalmente, haciendo resonar y poniendo en el cielo, el grito desgarrado de miles de millones de animales cruelmente torturados para obtener de ellos el máximo rendimiento alimentario. ¿Por qué tanto, tantísimo amor con la perra y con la gata, y tanta crueldad con la vaca, con la cerda y con la gallina? ¿Y si abriésemos los ojos algún día para descubrir que tampoco seríamos peores personas si pusiéramos a parir a nuestras perras y a nuestras gatas para alimentarnos de sus crías? Tan animales domésticos los unos como los otros. Es que son como nuestros hijos, ¿no? Como nuestros hijos, son el fruto prohibido. Y sin embargo, en algún momento hemos tenido que sobreponernos a la pena de sacrificarlos (¡sacrum fácere!) mediante rituales que se mire como se mire, exigen su dosis de crueldad y violencia; nos exigen que dejemos de lado el amor que les hemos dedicado, si la educación recibida nos lo ha permitido. Es al fin y al cabo la necesidad la que impone las conductas. Es finalmente la supervivencia de unos contra otros (a costa de otros) el gran invento de la naturaleza, al que el hombre ha añadido unos niveles de crueldad que jamás hubiese soñado la naturaleza.

 

La tortura moral de los animales domésticos

La religión laica dominante (la Nueva Era) quiere poner sobre la conciencia de toda la población el inmenso dolor y abuso con que se obtiene el alimento de los animales que explotamos para nuestra subsistencia. Animales domésticos al fin y al cabo. Animales a los que hemos hecho sitio en nuestras casas (domus) para afianzar la sostenibilidad de la domus y de su respectiva dominatio. En cualquier caso, esos animales están bajo nuestra protección y responsabilidad moral. Bueno, que la cosa se nos ha escapado totalmente de las manos. Hasta hace un par de generaciones, éramos capaces de convivir con la cuota de violencia que nos permitiera comer. Nuestros abuelos asistían en su niñez a los sacrificios de animales en casa y luego se sentaban alegremente a la mesa. Pero como eso era incompatible con el creciente naturalismo y consiguiente amor a los animales (¡tan impostado!), en las generaciones intermedias se solucionó el problema ocultando el sacrificio animal como algo obsceno (el sacrificio y la obscenidad se incrementaron y se prolongaron cada vez más, hasta empezar ya desde el primer día de sus vidas). Un sacrificio, tanto el inicial como el final, incompatible con el idílico amor a los animales y a toda la naturaleza, con que la modernidad construyó la nueva bondad humana. Una bondad que ha traído a nuestras casas perros y gatos en lugar de hijos (de cuyo amor a lo largo de la historia, hay mucho que hablar), para entregarles todo nuestro amor.

Y ahí estamos, denunciando la inmoralidad de alimentarse con rabo de toro de lidia, al tiempo que nos recreamos en el abundante consumo de leche de vaca sobre todo para nuestros hijos, y en el disfrute para nosotros de una riquísima variedad de quesos, de helados y demás productos lácteos. Salimos furiosos a defender al toro de felicísima vida y épica muerte (tan parecida a la que sería su muerte natural), mientras nos recreamos en la tortura vitalicia de la vaca. Confortablemente instalados en la hipocresía sarcástica (¡la vaca que ríe!) con que exhibimos nuestra excelsa inclinación al bien y nuestra furibunda condena del mal.

En fin, en fin, que eso nos lleva a pensar en que ese recorrido afectó también a la parte de humanidad que durante milenios tuvieron la condición de animales domésticos: me refiero a los esclavos, claro está (una condición que ha cultivado intensísimamente hasta hace bien poco la civilizada Europa). Y ahí nos queda la duda demasiado razonable de si la parábola del Génesis no nos estará hablando de nuestros más primitivos animales domésticos.

A propósito de los esclavos, me repugna profundamente la etimología generalmente aceptada de nuestra palabra “trabajo”, por lo que he mantenido siempre mis reservas respecto a ella. Según esta etimología, procede de “tripalium”, un instrumento de tortura que debió emplearse tan habitualmente para incrementar el rendimiento del trabajo, que acabó cediéndole el nombre a éste. En plena sintonía están las espuelas, el palo y el látigo que se emplearon para estimular a nuestros animales “trabajadores”, afortunadamente sustituidos por las máquinas, tras haber compartido largamente su suerte con el hombre esclavo y con el hombre esclavizado.

 

Criar-crear (pro-crear) y devorar

Ninguna especie en la naturaleza se mantiene con lo que ella cría o procrea. Claro que hay una relación inseparable entre procreación y alimentación: en efecto, la procreación es condición ineludible de la alimentación (el primer eslabón lo tenemos obviamente en los vegetales), pero siempre en sistema abierto. Jamás se dan ambos términos (procreación-producción de alimento y consumo de ese alimento) en la misma especie. Toda especie es procreadora de sí misma; pero jamás es per se devoradora de sí misma. Es siempre otra especie la que la devora y se alimenta de ella. Reproducirse es, por tanto, producir alimento: pero jamás para la propia especie (con la excepción singular de la producción de leche en los mamíferos), sino para la especie superior devoradora: la especie humana lo sabe tan bien desde su origen, que su producción primaria de subsistencia la obtiene por auto-reproducción (encomendada en su momento de más exquisita civilización, a los animales domésticos-asociados).

Una ley biológica tan simple e inexorable como la ley de la gravedad, nos obliga a preguntarnos si la humanidad alcanzó el altísimo dominio de la ganadería yendo de lo fácil a lo difícil, o si por el contrario su recorrido fue de lo difícil a lo fácil. Claro que formulada la pregunta de este modo, se responde a sí misma: la respuesta es obvia. Y es obvio también que es más fácil “domesticar” y estabular a los individuos más débiles de tu propia especie, que hacer eso mismo con otras especies (la esclavitud se ha regido siempre por esta pauta: los penúltimos esclavos, los negros, capturados en países débiles por países fuertes). No tenemos más que ver cómo se ha manejado la sofisticadísima técnica de la castración (se inició en la propia especie, ¿no?) para obtener mayor rendimiento de los machos explotados. El máximo paradigma de esta praxis es el indomable toro convertido en buey.

Lo que hace más verosímil que el hombre se iniciase en la ganadería practicándola con la propia especie, es la contemplación de la ganadería que es hoy capaz de practicar. Si es capaz de “criar” dolor, tortura y atrocidad durante todos los minutos de vida de los millones y millones de animales que hoy cría para alimentarse; si el hombre es capaz de producir tantísimo sufrimiento en bene-ficio propio, ni falta hace que nos preguntemos si para poner en marcha el invento, pudo ser capaz de empezar por lo más fácil, siendo el ganadero de sus hembras y sus crías, y ensayando ahí, sin sufrir él lo más mínimo, la ganadería que ha acabado practicando hoy.

Ahí, en la praxis actual de la ganadería industrial, está perfectamente secuenciado nuestro “ADN moral”, que dicen ahora. Y eso sin entrar siquiera en el retorno a los orígenes, que se da en las granjas de cría de órganos humanos (que haberlas, haylas) y en el aprovechamiento industrial (sobre todo sanitario y cosmético, ¡pero también alimentario!) de los fetos humanos. Esto nos evoca “el eterno retorno” de Nietzsche en su Zaratustra. El pastor se sobrepone finalmente a su náusea y de un mordisco corta la cabeza de la serpiente, liberándose así de la opresión (finalmente moral) que lo tenía paralizado. En eso andamos, en sobreponernos a la moral que nos paraliza.

 

Los hermanos de leche y la Caridad Romana

Sí, claro, somos hermanos de leche del ternero, del cordero y del cabrito. Pero lo somos por muy poco tiempo; porque la única manera de poder disfrutar sin limitaciones de la leche de nuestra nodriza vaca, oveja o cabra, es cargarnos al ternero, al cordero y al cabrito y comérnoslos. Es una gran originalidad de la especie humana, considerada además como un signo evidente de superioridad y de civilización. La gran dominación.

Pero antes de esa hermandad de leche, que ni es general en toda la humanidad, ni donde se practica es inofensiva para todos, la humanidad practicó con gran profusión la hermandad de leche y la lactancia vitalicia dentro de la misma especie. No son pocos, en efecto, aquellos cuyo sistema digestivo rechaza la leche de otras especies. Es decir que por pura lógica biológica, antes de que la vaca, la oveja y la cabra fueran nuestras nodrizas-proveedoras de leche, antes que ellas, estuvo la mujer sometida a ese servicio. Es mucho más asimilable para un bebé la leche de otra mujer que no es su madre, que la leche de una vaca, de una oveja o de una cabra. Por eso, nunca estuvo libre la mujer de ese servicio de madre lactante sustitutoria. Observemos por otra parte que la leche de estos animales se empleó para prolongar la lactancia cuando los niños tenían un sistema digestivo más resistente.

Si durante buena parte del siglo pasado (y eso no es más que un ejemplo), siguiendo la inercia del siglo anterior, se consideró lo más normal y conveniente en los niveles acomodados que la mujer no amamantara a sus hijos (eso sí, mirando por su bienestar y su belleza), eso fue posible gracias al enorme ejército de amamantadoras profesionales: amas de cría o nodrizas que liberaban a las mujeres de alto nivel económico, de esa enojosa obligación.

La producción de leches maternizadas suministradas con biberón, ayudaron a mantener esa praxis, ya en todos los niveles económicos, durante medio siglo más. La institución de la nodriza (que se prolonga en la “Caridad Romana” como piadoso camino de universalización de esa práctica) nos muestra bien a las claras que la explotación lactaria de la mujer (ése es el nombre objetivo de este fenómeno) fue mucho más común de lo que nos gustaría creer, y que con toda seguridad precedió a la especialización de otras hembras para esos menesteres. Lo que empieza para satisfacer una necesidad, fácilmente se convierte en lujo y capricho. Es la ruta normal. Y luego vendrá la gran promesa del país “que mana leche y miel”.

Argumento obvio respecto a la antiquísima función lactaria de la mujer como paso previo a la incorporación a la domus, de otras hembras especializadas en esa función, es que tuvo que ser bastante largo el proceso de adaptación del sistema digestivo de la leche humana a la leche de otros animales (y que obviamente empezó en los lactantes): un proceso de cuyos inconvenientes y perjuicios se sabe cada vez más, y que de ningún modo se puede dar por felizmente culminado. Es que eso de convertirnos en lactantes vitalicios (aunque sea a costa de otros animales), es una de las evidentes anomalías de nuestro sistema alimentario. No olvidemos que la tuberculosis (enfermedad misteriosa hasta Pasteur) fue uno de los tropiezos importantes que nos puso la naturaleza en el camino de la lactancia extragenérica.

 

Nuestra enfermiza obsesión galáctica

Y vaya usted a saber si no será “el camino de la leche” el que gota a gota nos conduce exactamente al origen de la ganadería: que justo en su especialidad de ganadería lechera (hoy metidos de lleno en la complejísima industria lechera) tuvo que ser forzosamente humana, por los diversos obstáculos que ponen en riesgo el amamantamiento exitoso de los lactantes y por la enorme dificultad de adaptación digestiva. Es que ahí estuvo, en la leche, el principal freno de la mortalidad infantil, primer elemento regulador de la demografía de supervivencia en todas las especies. Tuvo que ser ésta, la ganadería lechera, la prolongadora de la lactancia humana, nuestra primera bomba demográfica.  

Y si eso fuese así, si ése (por encima del disfrute de los frutos) hubiese sido el cultivo preferente del árbol de la vida, tendríamos trazado en la propia especie y con bastante exactitud, el modelo de ganadería que luego hemos afianzado y universalizado. Poner a criar a la hembra para convertirla en productora de leche. Lo cual lleva aparejado el beneficio secundario (¡siempre haciendo el bien!) de mejorar la alimentación de los adultos sacrificando y consumiendo las crías.   

Sí, claro, no es pequeño el sacrificio que hemos tenido que provocar en nuestra especie y en las especies asociadas (¡domésticas!) para construirnos la inmensa galaxia en que nos mantenemos y nos multiplicamos. La naturaleza, tan pródiga en la reproducción, pone un sinnúmero de barreras para ir cercenándola: una de ellas es la lactancia. Es que la naturaleza, tan pródiga en semillas, es infinitamente austera en el néctar y en la savia de la vida. La naturaleza ha previsto hacer ahí una buena poda del árbol de la vida.

Pero como estamos por encima de la naturaleza, nos hemos montado un descomunal y atroz sistema de lactancia (ya vitalicia, para todas las edades) saltándonos así esa barrera. ¡Y a fe que nos la hemos saltado! Para lamentarnos a continuación de que somos demasiados, de que la especie sufre tremenda elefantiasis y que hemos de eliminar nosotros mismos a los que la naturaleza no consiguió eliminar en su momento. La humanidad ha trazado por su cuenta y a su riesgo, el anchuroso camino de la Vía Láctea construida con millones y millones de ubres monstruosas que nos amamantan en medio de atroces tormentos. Sí, sí, hemos vencido a la Naturaleza. ¿Pero adónde nos lleva esa pírrica victoria?

 

La promesa láctea de Virgo

Entre las singularidades anatómicas de la especie humana, está la sumamente llamativa, no repetida en ninguna otra especie, de las mamas ostentosamente protuberantes fuera de su período funcional de la lactación. La especie humana es realmente mamífera (que ostenta sus mamas, que no las esconde nunca). Y tal como en las demás especies de mamíferos, las hembras vírgenes no presentan protuberancias mamarias, en la hembra humana esas protuberancias se han convertido en potentes faros que atraen las miradas de los machos respecto a la futura capacidad lactaria de la mujer, en la que culmina su capacidad reproductora: faros que, ¡vaya a saber por qué!, constituyen eventualmente su mayor arma de atracción singularmente en la cultura occidental.

Viendo cuál es la realidad biológica del entorno, a uno le da vértigo dejar avanzar el pensamiento de si el fenómeno mamario de la especie humana, no será resultado de una obstinada selección genética orientada en esa dirección, siguiendo el patrón adoptado en las especies cuya configuración anatómica y fisiológica ha ido perfilando el hombre en razón de los objetivos de productividad a que destina esas especies. Es así como hemos ido configurando nuestros animales domésticos a fuerza de centenares de cruzamientos y miles y miles de generaciones.

Ahí tenemos de todos modos escrito en el cielo ese afán humano de la Virgo, la mujer-niña que entre sus atractivos ofrece una generosa promesa lactaria. Ahí tenemos grabada esa irresistible pulsión humana, sin parangón en los demás mamíferos, y cuyo origen no hay modo de rastrear a causa de que la naturaleza no se ha encaminado en esa dirección. Sólo nos queda por tanto volver la vista a nuestras criaturas, obras de nuestras manos y de nuestro empeño por contorsionar y distorsionar la naturaleza, en busca del que es hoy el mayor bien: el bene-ficio.

Así de “bene-factores” somos con los animales domésticos, con nuestros rebaños (el ganado, las ganancias, los beneficios y las pecunias, siempre de la mano): son aquellos a los que les hemos hecho sitio en nuestra casa (¡y hasta en nuestro cielo!: Tauro, Aries Capricornio,) y los hemos amaestrado para que se comporten y se reproduzcan a nuestra conveniencia. Pero parece que les precedió la prometedora Virgo, que como predecesor obscenamente explícito y tremendamente sobrecogedor, tuvo a la Venus de Willendorf, que se diría talmente el auténtico ancestro de nuestra exuberante vaca lechera, que tiene toda la pinta de haber desplazado a nuestra abuelísima Venus de Willendorf.

 

El día en que hizo Dios el cielo y la tierra

El capítulo segundo del Génesis nos da cuenta de la creación del Paraíso y del hombre. Y como ha quedado solventada ya en el capítulo anterior la cuestión vital del día de descanso semanal destinado al culto del Señor, y no es necesario ya mantenerse en la parábola de los 7 días, el texto vuelve al formato narrativo: ᾗ ἡμέρᾳ ἐποίησε Κύριος ὁ Θεὸς τὸν οὐρανὸν καὶ τὴν γῆν. “El día en que el Señor Dios hizo el cielo y la tierra…” ¡Cualquiera se pone a hacer disquisiciones sobre el tiempo! Justamente en astronomía, cosmogonía o comoquiera que se llame al origen de la Tierra y del Universo, el tiempo es una categoría más bien metafísica: no hay calendario en el que encajarlo. Por eso en geología o en cosmogonía, a la hora de estratificar los acontecimientos, tanto da hablar de días como de eras o de eones. Hasta el concepto de “día”, tan reiterado, nos choca un montón: καὶ ἐγένετο ἑσπέρα καὶ ἐγένετο πρωΐ, ἡμέρα μία, δευτέρα, τρίτη, τετάρτη, πέμπτη, ἕκτη. Y se hizo la tarde y se hizo la mañana, día uno, segundo, tercero, cuarto, quinto, sexto. Por empezar, la tarde antes que la mañana. Es que ni siquiera fue fácil fijar la extensión y duración del día. No tenemos más que ver la división romana.

Pero aún hay más. Si trasladamos el punto (los signos de puntuación en los textos más antiguos -y los de vocalización en hebreo con los masoretas- no los pone el autor, sino el editor), leemos: ὅτε ἐγένετο (·) ᾗ ἡμέρᾳ, ἐποίησε Κύριος ὁ Θεὸς τὸν οὐρανὸν καὶ τὴν γῆν. Cuando se hizo (se creó) el día, hizo el Señor Dios el cielo y la tierra. En fin, dejémoslo ahí, que no es éste el tema, así que vamos a la creación del hombre.

 

Y plasmó (ἔπλασεν), modeló al hombre y le plantó un paraíso

7 καὶ ἔπλασεν ὁ Θεὸς τὸν ἄνθρωπον, χοῦν ἀπὸ τῆς γῆς, καὶ ἐνεφύσησεν εἰς τὸ πρόσωπον αὐτοῦ πνοὴν ζωῆς, καὶ ἐγένετο ὁ ἄνθρωπος εἰς ψυχὴν ζῶσαν. Y plasmó Dios al hombre, polvo (barro) de la tierra, y sopló en su cara soplo de vida, y se transformó el hombre en alma viviente.” Bueno, ésa es la literalidad. El polvo o barro inerte, convertido en alma viviente gracias al soplo de vida. Y a continuación viene ya el Paraíso con la cuestión del árbol de la vida: 

8 Καὶ ἐφύτευσεν ὁ Θεὸς παράδεισον ἐν ᾿Εδὲμ κατὰ ἀνατολὰς καὶ ἔθετο ἐκεῖ τὸν ἄνθρωπον, ὃν ἔπλασε. 9 καὶ ἐξανέτειλεν ὁ Θεὸς ἔτι ἐκ τῆς γῆς πᾶν ξύλον ὡραῖον εἰς ὅρασιν καὶ καλὸν εἰς βρῶσιν καὶ τὸ ξύλον τῆς ζωῆς ἐν μέσῳ τοῦ παραδείσου καὶ τὸ ξύλον τοῦ εἰδέναι γνωστὸν καλοῦ καὶ πονηροῦ. Y plantó Dios un paraíso (un jardín) en Edén en el oriente y colocó allí al hombre que había plasmado. 9 Y Dios hizo nacer de la tierra todo árbol agradable de ver, y bueno para comer Y EL ÁRBOL DE LA VIDA en medio del paraíso, y el árbol de ver el conocimiento del bien y del mal.

Insiste por 3 veces ὃν ἔπλασε, que el hombre es hechura de Dios, que Dios lo plasmó, le dio forma. Y luego está lo del árbol en el medio del paraíso. Como en ningún momento se deja adivinar siquiera que pueda tratarse de dos árboles, la única lectura posible de este texto es: “Y el árbol de la vida en medio del paraíso, /que es/ el árbol del conocimiento del bien y del mal”. Es decir que “el árbol del conocimiento del bien y del mal” sería una especie de aposición explicativa del árbol de la vida. O viceversa.

 

La gran prohibición: no debéis comer de él

Y ya nos acercamos al nudo del drama: 15 Καὶ ἔλαβε Κύριος ὁ Θεὸς τὸν ἄνθρωπον, ὃν ἔπλασε, καὶ ἔθετο αὐτὸν ἐν τῷ παραδείσῳ τῆς τρυφῆς, Y tomó el Señor Dios al hombre que moldeó (vuelve a insistir) y lo colocó en el paraíso de la vida regalada (del placer). 16 καὶ ἐνετείλατο Κύριος ὁ Θεὸς τῷ ᾿Αδὰμ λέγων· ἀπὸ παντὸς ξύλου τοῦ ἐν τῷ παραδείσῳ βρώσει φαγῇ, Y ordenó el Señor Dios a Adán diciendo: de todo árbol que hay en el paraíso, come para alimentarte. 17 ἀπὸ δὲ τοῦ ξύλου τοῦ γινώσκειν καλὸν καὶ πονηρόν, οὐ φάγεσθε ἀπ᾿ αὐτοῦ· ᾗ δ᾿ ἂν ἡμέρᾳ φάγητε ἀπ᾿ αὐτοῦ, θανάτῳ ἀποθανεῖσθε. 17 Pero del árbol del conocer el bien y el mal, no comáis de él. Pues si algún día comiereis de él, de muerte moriréis. Empieza en singular dirigiéndose exclusivamente τῷ ᾿Αδὰμ, a Adán, para continuar en plural.

Primera observación: acabamos de ver (v. 9), que es el árbol de la vida el que está en el centro del paraíso, y que de algún modo forma parte de él, el árbol del conocimiento del bien y del mal. Y ahora, al formular Dios la prohibición, no se refiere al árbol de la vida, sino a “su aspecto” (es interpretación mía) de árbol del conocimiento del bien y del mal. En cualquier caso, no se han disociado ni presentado como dos árboles distintos.

Siguen los versos 18 a 25 sobre la creación (plasmación) de la mujer, pero los dejo para más adelante, para no cortar el hilo y paso al capítulo 3, el de la caída.  

Empieza con la presentación de un nuevo personaje (¿protagonista?) Ο δὲ ὄφις ἦν φρονιμώτατος πάντων τῶν θηρίων: la serpiente era el más sagaz (¿inteligente, prudente, sensato, sabio, cuerdo…?) de todos los animales. Es obvio que si el ataque es al árbol del conocimiento del bien y del mal, sea el animal mejor dotado quien acometa la hazaña. Hay que seguir entendiendo que estamos en el “modo parábola”. En efecto, ni entonces ni ahora están dotados de habla los animales. Como ando con la mosca del canibalismo detrás de la oreja, me da por pensar que hasta podría ser la condición canibalística de la serpiente (seguro que intensamente observada por nuestros ancestros) la causa de su protagonismo en este episodio. Aparte de las interpretaciones teológicas (en este caso, de enfrentamiento entre Dios y el Diablo, que volverá a aparecer en forma de dragón en el Apocalipsis), creo que no es ocioso tener a la vista esta interpretación de realia.

Y en el diálogo entre la serpiente y la mujer, volvemos a la identificación del árbol (uno solo) prohibido: 3 ἀπὸ δὲ τοῦ καρποῦ τοῦ ξύλου, ὅ ἐστιν ἐν μέσῳ τοῦ παραδείσου, εἶπεν ὁ Θεός, οὐ φάγεσθε ἀπ᾿ αὐτοῦ, οὐδὲ μὴ ἅψησθε αὐτοῦ, ἵνα μὴ ἀποθάνητε. Del fruto del árbol que está en medio del paraíso, dijo Dios no comáis de él, ni lo toquéis, a fin de que no muráis. Y la respuesta de la serpiente, οὐ θανάτῳ ἀποθανεῖσθε, no moriréis de muerte · 5 ᾔδει γὰρ ὁ Θεός, ὅτι ᾗ ἂν ἡμέρᾳ φάγητε ἀπ᾿ αὐτοῦ, 5 pues sabe Dios que el día que comáis de él, διανοιχθήσονται ὑμῶν οἱ ὀφθαλμοὶ καὶ ἔσεσθε ὡς θεοί, γινώσκοντες καλὸν καὶ πονηρόν: se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses que conocen el bien y el mal.

 

El árbol excelente para lograr sabiduría

El v. siguiente da que pensar: 6 καὶ εἶδεν ἡ γυνή, ὅτι καλὸν τὸ ξύλον εἰς βρῶσιν καὶ ὅτι ἀρεστὸν τοῖς ὀφθαλμοῖς ἰδεῖν καὶ ὡραῖόν ἐστι τοῦ κατανοῆσαι. Y vio la mujer que el árbol es (ἐστι) bueno para comer y excelente a los ojos para ver y en su punto (maduro) para comprender-lo (aprendérselo). Creo que el factor “conocimiento” es determinante, es pieza clave. “Excelente para lograr sabiduría”, traduce la Biblia de Jerusalén. Ojo, es la mujer la que hace esa valoración. Cierto que para inculparla; pero es con ella con quien dialoga la serpiente; y de ella, de la mujer, parte el razonamiento y la decisión, dejándole al hombre el papel del tonto: “yo no sabía”, “ella me persuadió”, me sedujo.

Y sigue el diálogo del hombre con Dios, en el que resplandece algo sorprendente: con el comer (ese fruto) se cruza una consideración de carácter sexual: 11 καὶ εἶπεν αὐτῷ ὁ Θεός· τίς ἀνήγγειλέ σοι ὅτι γυμνὸς εἶ, εἰ μὴ ἀπὸ τοῦ ξύλου, οὗ ἐνετειλάμην σοι τούτου μόνου μὴ φαγεῖν, ἀπ᾿ αὐτοῦ ἔφαγες; Y le dijo Dios: ¿Y quién te hizo saber que estabas desnudo, si no es que comiste del árbol que te prohibí que comieras? Comer de ese fruto y “entender” la desnudez fue todo uno. Los animales no entienden de desnudeces. Eso induce a creer que alguna relación habría entre el fruto prohibido y la desnudez. Podría ser que sí, que el manejo de la reproducción cargase de sentido la desnudez, sobre la que se ha puesto toda la carga del mal (no aparece ahí ninguna otra señal del “descubrimiento” del mal).

 

Las maldiciones

Y vienen a continuación las maldiciones: la primera, la más larga, para la serpiente, que volveremos a ver en el Apocalipsis, también en lucha contra la mujer; pero sobre todo, en guerra contra el fruto que lleva en su vientre (volveré sobre esto en otro momento a ver cómo se entrelazan en la serpiente el Génesis y el Apocalipsis) y a continuación, la maldición de la mujer:

16 καὶ τῇ γυναικὶ εἶπε· πληθύνων πληθυνῶ τὰς λύπας σου καὶ τὸν στεναγμόν σου· ἐν λύπαις τέξῃ τέκνα, καὶ πρὸς τὸν ἄνδρα σου ἡ ἀποστροφή σου, καὶ αὐτός σου κυριεύσει. Y a la mujer le dijo: colmaré hasta las heces tus desgracias (¿penas, sufrimientos, dolores?) y tus gemidos. En dolores (¿angustias, aflicciones?) parirás tus partos (¿tus hijos?). Huirás hacia tu marido (buscarás refugio en tu marido) y él tomará posesión de ti (se hará tu dueño: kύριος). Obsérvese que no contempla otra situación que el matrimonio (πρὸς τὸν ἄνδρα σου, hacia “tu” marido). Me siento inclinado a traducir-interpretar: “querrás refugiarte en tu marido”, casarte, acogerte a la protección de un marido: dentro de la más estricta lógica esclavista. La alternativa a eso (a no tener un baluarte, a no estar recogida), es caer cautiva y por tanto esclava formal (¡sin contrato!). El matrimonio al menos se celebra entre individuos “libres” y está sujeto a condiciones contractuales. Sospecho que el texto hebreo abundará en esta dirección: no es lo mismo decir πρὸς τὸν ἄνθρωπον (que sería la mera inclinación sexual) que πρὸς τὸν ἄνδρα σου. Cuando se hace la versión de los 70, esa diferenciación era capital. Por cierto, una observación léxica: en el Génesis, el hombre es el ἄνθρωπος; el marido en cambio, es el anhr (anér). Por supuesto que esto es una intuición que tendré que confirmar en el texto hebreo. Todo llegará.

Y aquí tiene todo el sentido preguntarse: ¿por qué esa clase de castigo a la mujer? ¿Por qué un castigo que tiene todo que ver con los frutos de su maternidad? Realmente da mucho que pensar. ¿Acaso es ella el árbol de los frutos prohibidos?

 

La maldición de Adán: el duro oficio de padre, el patrimonio

Es muy llamativo que especialmente en las maldiciones, queden definidísimos los roles del hombre y de la mujer: la mujer condenada a una penosa maternidad y a buscarse un marido que acabará dominándola; y el hombre (el “marido”) condenado a producir con grandes penurias su patrimonio (su oficio de padre; existe ya, consolidadísimo, el oficio de padre-marido). Si a la mujer le dice ἐν λύπαις τέξῃ τέκνα (entre dolores parirás tus partos (tus hijos)), al hombre le dice: ἐν λύπαις φαγῇ en dolores comerás de la tierra. Y comerás la hierba del campo (καὶ φαγῇ τὸν χόρτον τοῦ ἀγροῦ). En vez del árbol de la vida, la hierba del campo. Da que pensar.

Y aquí surge una de las claves alimentarias de la antropología: “comerás la hierba del campo”. Ahí estamos en efecto, la base alimentaria de la humanidad durante milenios, ha sido el grano de la hierba del campo, que hasta llegar a “comerás el pan” ha hecho manar ríos de sudor de la frente. Pero tal como en la leche tenemos serias derivaciones morales, en el pan las tenemos laborales. Si la leche la bebemos a costa de quien la produce, el pan lo comemos a costa de nuestro penosísimo trabajo: del sudor de nuestra frente.

Maldita la tierra en tus trabajos (ἐπικατάρατος ἡ γῆ ἐν τοῖς ἔργοις σου). Así sin precisar, suena hasta demasiado moderno: los trabajos del hombre, maldición para la tierra. Entre dolores la comerás (¡la tierra!) todos los días de tu vida (ἐν λύπαις φαγῇ αὐτὴν πάσας τὰς ἡμέρας τῆς ζωῆς σου). Comerás tu pan con el sudor de tu rostro (ἐν ἱδρῶτι τοῦ προσώπου σου φαγῇ τὸν ἄρτον σου). Hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste sacado 19 ἕως τοῦ ἀποστρέψαι σε εἰς τὴν γῆν, ἐξ ἧς ἐλήφθης, ὅτι γῆ εἶ καὶ εἰς γῆν ἀπελεύσῃ porque tierra eres y a la tierra volverás. He ahí el final de esta rocambolesca epopeya humana: de la tierra fuiste sacado y a la tierra volverás: porque después de todo, no eres más que tierra.

No lo explicita el texto, pero es evidente que en el reparto de maldiciones (en realidad, de funciones) del hombre caído y expulsado del paraíso, al hombre (que tiene la condición de marido) le ha tocado la parte más dura: el trabajo, la esclavitud del trabajo con el que ha de hacer frente no sólo a su subsistencia, sino a la de la familia creada con el matrimonio.

 

La maldición (mucho más suave) de la mujer

De la lectura llana del Génesis resulta que es la mujer la que sale menos malparada en las maldiciones. Si para el hombre las maldiciones tienen carácter exclusivamente productivo (la maldición del trabajo), para la mujer tienen carácter reproductivo: parirás a tus hijos con dolor, y tu marido se aprovechará de tu inclinación hacia él para hacerse tu dueño, para enseñorearse de ti.

Muy probablemente no se refiere al impulso sexual, sino a la necesidad de casarse de la mujer en la época bíblica. Porque el riesgo de dominación de la mujer por parte del hombre no se da en la prostitución (sólo sexo, oficio esclavo de la mujer formalmente esclava), sino en el matrimonio.

Y como demuestra la experiencia, en el contexto de la familia le es más fácil a la mujer eludir la maldición del αὐτός σου κυριεύσει (él te dominará), que al hombre zafarse de la maldición del trabajo. Las tensiones por tanto en la sociedad patri-matrimonial, no se generan en las maldiciones bíblicas, sino en la mayor o menor inclinación de él a ejercer de dominador, y en la mayor o menor inclinación de ella a asumir el rol de dominada. 

 

No es bueno que el hombre esté solo: οὐ καλὸν εἶναι τὸν ἄνθρωπον μόνον

Si el desenlace del “no es bueno que el hombre esté solo” es la creación de la mujer (ya desde el primer momento en calidad de esposa), es evidente que el Génesis se escribe sobre un sustrato antropológico masculino, con predominio del varón (“machista” llaman hoy a eso con calificación incriminatoria y condenatoria). El eje en torno al cual se articula la sociedad es el varón (que aquí será el “esposo”); fenómeno que también se da en la naturaleza cuando es absolutamente vital la defensa que aporta el macho. En la naturaleza –natura significa “que ha de nacer”-, siendo el núcleo per se la madre con las crías que le nacen, todo se subordina a ellas, siendo muy excepcional el orden inverso.

De ahí que una lectura razonable de esa frase, sería: “no es bueno que el hombre esté soltero”, quedando sobreentendida su contraparte: es bueno que la mujer esté casada. La apariencia es que esa afirmación es en beneficio del hombre; pero el hecho innegable es que los máximos beneficiarios de la institución que une al hombre con la mujer, son la mujer y los hijos. Esto es tan evidente en la especie humana como en la naturaleza, porque de esa estructura sexual-social depende la reproducción exitosa y por tanto la supervivencia.

Es que es un verdadero problema de convivencia que el varón esté solo: que no esté ligado por un contrato sexual y vital. La conclusión inevitable de este postulado y de su escenificación, es que el varón abandonará a su padre y a su madre, y “se adherirá” (προσκολληθήσεται) a su mujer (a su esposa) y serán dos en uno. En la epopeya de la creación del hombre es inconcebible que el hombre esté solo y se vaya buscando compañía a salto de mata. Al hombre no le bastan sus riquezas: ni los ganados (πᾶσι τοῖς κτήνεσι) ni el resto de animales de la naturaleza:  τῷ δὲ ᾿Αδὰμ οὐχ εὑρέθη βοηθὸς ὅμοιος αὐτῷ: » Adae vero non inveniebatur adiutor similis eius», traduce la Vulgata: a Adán no (se) le encontraba una ayuda semejante a él (sorprendente el impersonal).

El desenlace de este episodio es la creación de la mujer: por todas las apariencias del texto griego, la creación de la “esposa” (no me queda más remedio que recurrir al texto hebreo en una próxima lectura). En cualquier caso, este episodio concluye con una proclamación explícita del matrimonio. Impuesto al hombre (que es el difícil de sujetar), no a la mujer.

Con todo esto, a pesar de haber pasado antes por los ganados y los demás animales, hemos de huir de la fácil tentación de traducir βοηθὸν κατ᾿ αὐτόν dándele a κατὰ uno de los significados que le son más propios: “debajo”; lo que nos daría como resultado “un auxilio sometido a él”. Estaría en clara contraposición con el valor de κατὰ en sus numerosas apariciones en estos tres capítulos. Tenemos finalmente la réplica de Adán en 3,12: ἡ γυνή, ἣν ἔδωκας μετ᾿ ἐμοῦ, αὕτη μοι ἔδωκεν ἀπὸ τοῦ ξύλου, καὶ ἔφαγον: la mujer que me diste “junto a mí” (“sociam mihi” traduce la vulgata, y “por compañera”, la Biblia de Jerusalén) ella me dio del árbol y comí.

 

El matrimonio, momento culminante de la Creación: οἱ δύο εἰς σάρκα μίαν

Aunque queda fuera del contexto alimentario en que se desenvuelve este artículo, vale la pena señalar otra peculiaridad léxica del Génesis. Queda dicho que ahí están con sus nombres el señor y el esclavo o el Señor y el hombre, que pertenecen al mismo contexto léxico. Pero aquí aparecen también, o mucho me equivoco, el marido y la mujer, es decir el matrimonio, es decir la familia tal como la entiende el mundo judío (diferente, muy diferente de la del mundo romano) como institución reproductora formadora de familia, de tribu y de pueblo. Aparece en el contexto de las maldiciones: cuando dice πρὸς τὸν ἄνδρα σου ἡ ἀποστροφή σου (hacia tu marido tu inclinación), con el posesivo σου (tu) y con la singular denominación τὸν ἄνδρα (el varón), la categoría superior del ἄνθρωπος que aparece por segunda vez en lugar del habitual ἄνθρωπος. Aparece sin explicitar su categoría de Κύριος, es decir de señor. Esta categoría está casi explicitada en el verbo (en forma de abuso) que remata la maldición: en el καὶ αὐτός σου κυριεύσει, “y él se convertirá en tu señor”, se enseñoreará de ti.

Por supuesto que el correlativo de “tu marido” (τὸν ἄνδρα σου) es τὴν γυναῖκα αὐτοῦ “tu mujer, su mujer”. Y curiosamente la primera vez que aparece el que me suena como “marido” (con el señor camuflado detrás) se produce en el contexto en que Dios le busca a Adán un compañero que le sirva de ayuda (βοηθὸν) y le va presentando todos los animales para que les ponga el nombre. Y la conclusión es que τῷ δὲ ᾿Αδὰμ οὐχ εὑρέθη βοηθὸς ὅμοιος αὐτῷ: a Adán no se le encontró una ayuda semejante a él. Para mí es significativo que todos los animales (¡y finalmente la mujer¡) van en un solo paquete cuya razón de ser es complementar, completar, ayudar al hombre. Para mi, lo significativo (sigo pensando en el desencadenante alimentario de esta exégesis) no es que esté la mujer, sino que estén los demás animales entre los que encontró βοηθὸν (ayuda), no sólo en el trabajo, sino también en la alimentación (mezclándola con la reproducción: ¿coincidencia?), saliéndose totalmente del primitivo vegetarianismo. Muy relevante.

Y sigue la narración: 22 καὶ ᾠκοδόμησεν ὁ Θεὸς τὴν πλευράν, ἣν ἔλαβεν ἀπὸ τοῦ ᾿Αδάμ, εἰς γυναῖκα καὶ ἤγαγεν αὐτὴν πρὸς τὸν ᾿Αδάμ. “Y construyó Dios la costilla (πλευράν) que tomó de Adán en forma de mujer (quizá corresponda ya aquí traducir “esposa”) y se la presentó a Adán” 23 καὶ εἶπεν ᾿Αδάμ· τοῦτο νῦν ὀστοῦν ἐκ τῶν ὀστέων μου καὶ σὰρξ ἐκ τῆς σαρκός μου· “Y dijo Adán: esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne”; αὕτη κληθήσεται γυνή, ὅτι ἐκ τοῦ ἀνδρὸς αὐτῆς ἐλήφθη αὕτη·. Lo importante: αὕτη κληθήσεται γυνή, ὅτι ἐκ τοῦ ἀνδρὸς αὐτῆς ἐλήφθη αὕτη. “Ella se llamará mujer (quizás esposa: hay que ir al hebreo, claro está) porque ἐκ τοῦ ἀνδρὸς αὐτῆς, de “su marido” ha sido tomada. Por primera vez aparece anhr, parece que ya con el valor de “marido”, y con el posesivo αὐτῆς, “su”, para desembocar en la solemnísima proclamación del “precepto” matrimonial:  24 ἕνεκεν τούτου καταλείψει ἄνθρωπος τὸν πατέρα αὐτοῦ καὶ τὴν μητέρα καὶ προσκολληθήσεται πρὸς τὴν γυναῖκα αὐτοῦ, καὶ ἔσονται οἱ δύο εἰς σάρκα μίαν. Por esta razón dejará el hombre (obsérvese que volvemos a estar en el ἄνθρωπος) a su padre y a su madre y se adherirá fuertemente (es curioso el verbo προσκολληθήσεται) a su mujer (γυναῖκα αὐτοῦ, con el posesivo ya matrimonial), es decir a su esposa, y vendrán a ser los dos en dirección a (εἰς) una sola carne. ¡Cuán lejos del “uxorem dúcere” de los romanos!  

Pues sí, yo creo que es aquí donde culmina la creación, en el hombre completo (macho y hembra: 27 καὶ ἐποίησεν ὁ Θεὸς τὸν ἄνθρωπον, κατ᾿ εἰκόνα Θεοῦ ἐποίησεν αὐτόν, ἄρσεν καὶ θῆλυ ἐποίησεν αὐτούς) sólidamente estructurados, vinculados como marido y mujer: προσκολληθήσεται “se pegará” (de ahí el colágeno) el hombre a su mujer para acabar siendo una sola carne: creo que este término, el término, σάρκα (carne), común a la reproducción y a la alimentación (¡qué mala idea!, ¿no?), no puede dejar de ser conflictivo.

Creo que no conviene pasar por alto la asignación de nombre (sospecho que del de “esposa”: he de confirmarlo en el texto hebreo) a la mujer (Adán había dado nombre a todos los animales que le fue presentando Dios): αὕτη κληθήσεται γυνή, ὅτι ἐκ τοῦ ἀνδρὸς αὐτῆς ἐλήφθη αὕτη. Ésta se llamará mujer (¿esposa?) porque de “su marido” ha sido tomada (“quoniam de viro sumpta est”, dice la Vulgata; no de hómine, sino de viro). Y esto es previo al pecado.

 

El primer contrato sexual

El marco no es el cuadro, pero determina su lugar y sus límites: impide que elementos del entorno e incluso el mismo entorno, como la pared que sostiene el cuadro, pasen a formar parte de él. El Génesis se escribe en un momento antropológico muy concreto: la dominación está en su apogeo, y las mujeres son objeto de dominación especialmente codiciado: basta asomarnos a la Ilíada. Y resulta que justo en ese contexto, el Génesis nos ofrece una visión radicalmente distinta de la “dominación” de la mujer, tanto como lo es también el concepto de dominación en el pueblo de Israel (esclavitud incluída, claro está).

Es curioso cómo Rousseau sublima la dominación política en el “Contrato Social”. Una sublimación voluntariosa por demás: prácticamente metafísica, muy poco acorde con la realidad. Pues no es menor la sublimación del “contrato Sexual” en el Génesis. En él se da por sentado e indiscutible el primer “Contrato Sexual”, el Patri-Matri-monio como única forma legítima de convenio (con-venire) sexual. No se hace referencia explícita al contrato; pero es evidente que en ese tiempo ya estaba muy firmemente asentado en el pueblo de Israel. Las denominaciones y las referencias, así lo evidencian.

Es que el concepto de estructuración social israelita no nace de la pura dominación (basada en la relación señor/esclavo, extrapolada al poder político y al “contrato social” que dice el padre de “El Emilio”), sino que nace de la forma más natural posible (todo lo ajena a la dominación que es posible) del “contrato sexual”, auténtico fundamento de la sociedad tribal, resultado lógico de la multiplicación de sus células, que son las familias. Este sistema está justamente en las antípodas de la forma de sociedad “política”, que ve en la sociedad familiar a su peor enemigo. Esa es la razón de que en estos momentos estemos viviendo los ataques más furibundos contra la familia.

Sencillamente, la familia, igual que la naturaleza, está dotada de sistema reproductivo. La dominación en cambio, se basa en el sistema predador o en el mejor de los casos, comprador. Y ya en el peor de los casos, en los sistemas de reproducción zootécnica, la que rige en nuestra ganadería industrial: tecnología y estadística. Tanto la política como la empresa (sistemas predadores ambos) tienen descartado el sistema reproductivo: prefieren la inmigración. Al fin y al cabo, la familia humana es un calco muy fiel de la naturaleza, donde la sociedad animal se construye a partir del inevitable “con-venio”, concierto o avenencia sexual. Roma no sentía lo mismo: nos lo dejó bien claro en el mismo nombre y concepto inicial de “familia”, tan próximo a la esclavitud. Al fin y al cabo, el paterfamilias es el jefe de la unidad de explotación, formada mayoritariamente por esclavos.

Entre el estatus de la mujer en la Ilíada (una auténtica res, el botín preferido) y su esatus en el Génesis, hay una distancia abismal. Aquí en el Génesis no hay nada que se parezca a la dominación de la mujer por el hombre. La única referencia a la dominación está en forma de la otra cara de la moneda de la inclinación de la mujer (la esposa) hacia su marido (quizás referido a su empeño por tener marido): αὐτός σου κυριεύσει, él se hará tu señor.

Éste del contrato sexual es un tema en el que estoy trabajando extensamente. Siempre tomando como punto de partida las palabras con que nos hemos construido. Va para largo. En cuanto tenga algo sólidamente construido, lo publicaré.

 

La absurda imputación de machismo al Génesis

Una vez más, nos hemos dejado imponer las palabras y nos han atrapado con la terminología, de tal modo que se ha asimilado todo lo masculino al abuso de la función social del hombre en su principalísimo rol de defensor de la familia y de la tribu. Que si bien es cierto que se dan en mayor o menor grado los abusos de su posición dominante según tiempos y lugares, eso no justifica en absoluto la feroz lucha emprendida en los últimos decenios contra el hombre (¡”el macho”!), hasta llegar a planificar su total y absoluta desintegración so pretexto de machismo (de los abusos del varón). Como tampoco justificaría la eliminación de la autoridad política, policial, judicial, sanitaria, etc., el hecho de que en todos esos órdenes se produzcan abusos. Y tampoco justificaría la liquidación de la escuela y de los maestros, el hecho de que hayan salido a la luz los tremendos abusos de pederastia en ese sector. No es, en efecto, lo más sensato, remediar las jaquecas cortando la cabeza.

Y sin embargo, eso es lo que se ha hecho en cuanto a la la función del hombre en la estructura de la sociedad, habiéndose propuesto el nuevo diseño de hombre del futuro, nada menos que prescindir totalmente del varón y destruirlo de raíz para así poner fin a los abusos de “machismo”.

Es obvio que la función social de la defensa se presta al abuso como ninguna otra: ahí está el sistema feudal corroborándolo. La defensa, función vital, ya en la naturaleza, que con alta frecuencia recae en los machos (y no en todos, sino en los más “virtuosos”, que eventualmente son los más fuertes) pone un gran poder en manos del macho. Y nadie como el hombre ha abusado de ese poder. Defensa que en las demás especies es por la conservación del territorio-medio de sustento y por tanto por la conservación de la vida.

Pero no perdamos de vista que en la especie humana, desde que existe la esclavitud, la defensa es es además para la conservación de la libertad. De ahí que la pérdida de la virilidad y en fin de cuentas de la virtus en una sociedad, redunde inexorablemente en pérdida de libertad. Y es ahí donde nos encontramos. En una sociedad que ha perdido su fuerza y su virtud defensiva. En una sociedad desarmada, víctima fácil de la esclavitud.

La colocación por tanto del sistema de defensa (el varón) en primer término y con alto nivel de protagonismo ocurre en el Génesis y en la sociedad de la que éste emana; y en toda sociedad capaz de defenderse y de sobrevivir. Por eso hemos de ir tentándonos la ropa al ver la forma tan salvaje en que nuestra sociedad se ha cargado la virilidad y con ella al varón feminizándolo y/o neutralizándolo; porque la sociedad en que el varón ha sido deconstruido y demolido y desmantelado a fondo, es una sociedad sin defensa intrínseca, condenada por tanto a la esclavitud. Y eso es lo que finalmente tenemos: que por librar a la mujer de su esclavización por el hombre (αὐτός σου κυριεύσει) hemos caído en la esclavización más absoluta e integral del hombre, es decir de la humanidad. Primero fue la deconstrucción de la mujer y de la madre; luego la liquidación paulatina de los derechos del hijo; y finalmente la anulación del varón. Trabajo concluido. Éstos son los nuevos creadores que se han puesto a competir con el Creador que nos presenta el Génesis.

 

Concluyendo. Al borde del precipicio, el momento del vértigo

En una de mis lecturas de la Ilíada, de pronto, muy al principio, caí en la cuenta de que el ἄνθρωπος tenía ahí menos lugar que los asnos, y mucho menos que los caballos. A partir de ese momento fijé mi atención en ese fenómeno. Y resulta que efectivamente, en toda la Ilíada me apareció el ἄνθρωπος dos veces. Evidentemente, no estaba él entre los protagonistas, que eran ándres, héroes, “divinos” la mayoría, semidioses y dioses. A la vista de ello, puede ser muy aleccionador redactar el “Drámatis personae” de esta epopeya, en la que tan decisiva es la presencia más que notable de dioses y diosas. Y de la escisión del hombre en señor y esclavo, la figura predominante era la del hombre libre (el guerrero), dando por supuesto que disfrutaba además de la condición de amo de esclavos. Pero esta segunda condición se daba como consecuencia inevitable de su condición de libre: de héroe (her). Y junto al hombre libre, junto al héroe, sin más barrera de separación que la “eternidad” (he de hacer una incursión en ella, claro está), ahí están junto a él los dioses. Sin perder de vista que muchos de los héroes son semidioses: como están aún con vida, no han dado el paso definitivo a la eternidad, a la apoteosis. Veré si en una nueva lectura abordo el Drámatis Personae.

Sospecho que en la Eneida ha de ocurrir algo parecido (no he hecho aún ninguna lectura de exploración terminológica): los hómines deben de estar en un lugar muy secundario con respecto a los viri. Algo que ya anuncia la segunda palabra del poema: Arma virumque cano… Así que en cuanto tenga algo de tiempo, la releeré para constatar que efectivamente es así.

Es que en la lectura del Génesis me llama poderosamente la atención el protagonismo del ἄνθρωπος, mano a mano con Dios. No del anhr (anér), no del anhr, que estaba en pleno auge y en absoluto predominio respecto al ἄνθρωπος en el momento en que aparece la versión de los 70. Aquí se abre otro frente léxico alucinante, porque también en el hebreo se da la clara distinción entre el hombre dominado, que nos ofrecerán los 70 bajo la denominación de ἄνθρωπος, y el hombre dominador, que de forma parecida a las demás lenguas, compartirá nombre con Dios bajo la forma de “señor”. Me obligaré a leer de nuevo estos 3 primeros capítulos del Génesis en hebreo (en ellos me inicié en esta lengua) para ver si soy capaz de detectar este fenómeno de la denominación del hombre dominador y del hombre dominado.

Si así fuese, sospecho que tal como en las grandes epopeyas clásicas (de exaltación de la esclavitud -de la esclavización-) el protagonista es el esclavizador, en la epopeya bíblica del Génesis, el protagonista es el esclavizado (el ἄνθρωπος para los griegos) en relación con su desesclavizador: Dios. Si quiero afianzar esta tesis, no me quedará más remedio que pasar por el hebreo.

Lo más relevante de estos análisis es que al final estaría leyendo el Génesis como una ilación de parábolas en que se da cuenta del empeño de Dios por defender su título de creador-criador del hombre partiendo de su papel de Creador universal; de la caída del hombre de la excelente condición en que le puso Dios; del castigo por su infidelidad y rebelión; y del empeño de Dios, a pesar de todo, por restaurar y “reconstruir” al hombre en su condición de criatura que ha destruido el orden de la naturaleza. Y pieza clave de la reconstrucción, el matrimonio: empujar al hombre a que tome esposa (una sola) y se convierta con ella en “una sola carne”.

Estaríamos en la extraña epopeya del hombre caído (dominado, esclavizado), mano a mano con quien para redimirlo se ha empeñado en ser su Dios y Señor. Apasionante.

 

Última reflexión: el constructo humano o la creación del hombre

Siendo totalmente indiscutible que el hombre es un animal de crianza (no menos que lo son la vaca, el cerdo o la gallina), sometido a distintos sistemas de explotación (entre ellos, el más ineludible: la explotación fiscal), nos tiene mucha cuenta poner todo nuestro empeño en conocer a nuestro criador, sea éste quien sea; porque si no conocemos al que marca nuestras pautas de conducta, no tendremos manera de conocernos a nosotros mismos, ni manera de saber de dónde venimos y adónde vamos (o adónde nos llevan). Y esto es hoy más necesario que nunca.

El hombre es un constructo en no menor medida que lo son la vaca super-lechera, el manso buey y la gallina super-productora. El hombre, hoy más que nunca, es el broche de oro de la creación humana. Hoy los creadores de animales y cosas, están empeñados, empeñadísimos en crear al hombre de nuevo: a su imagen y semejanza. Tecnológico y totalmente sumergido en las ondas que se están erigiendo en su nuevo paraíso. Su alma colectiva estará fuera de él: pero impregnándolo hasta la médula.

 

Y un corolario

No desdeñemos la teología complementada con la historia de las religiones, para definir la antropología. Es que ésa es una verdad innegable: desde que nuestras memorias dejan constancia de nuestra memoria, el hombre se ha construido en Dios, después de haberlo hecho en los dioses: de ahí que quizá el recurso más potente para comprender al hombre de cada civilización, sea el estudio de sus dioses. Empezando por la Ilíada, sin ir más lejos. Y por lo que respecta a la civilización judeocristiana, la teología ilumina el conocimiento del hombre con una luz diáfana. Si como dice el génesis, οὐ καλὸν εἶναι τὸν ἄνθρωπον μόνον (no es bueno que el hombre esté solo), tampoco es bueno que Dios esté solo. Y así, en el Antiguo Testamento, Dios elige un Pueblo (nacido del padre Abraham) en el que volcarse y proyectarse.

Pero en el Nuevo Testamento, Dios no viene solo. La teología nos habla de la relación eterna Padre-Hijo; y sin embargo no fue esa la percepción que se abrió camino entre los fieles, sino la dualidad Madre-Hijo nacida de la naturaleza. El pueblo cristiano cultivó con muchísima mayor devoción a la Madre de Dios con su Hijo-Dios, que a Dios Padre. La percepción y la identificación, aunque mucho menos teológica, era infinitamente más perceptible. El “no es bueno que Dios esté solo”, lo resolvió el pueblo fiel dándole a Dios una Madre. ¡Singular teología!

Y la gran pregunta es: ¿Era Dios quien necesitaba una Madre, o era el hombre quien la necesitaba? ¿No era más bien el hombre, la humanidad, quien necesitaba una teología de la maternidad? Quiero decir que probablemente el hombre se hubiese extinguido si no hubiese santificado y divinizado la maternidad en todas sus civilizaciones. Las que mayor éxito y acierto tuvieron en ese culto, barrieron del mapa a las más rezagadas por hedonistas. Lo que es innegable, centrándonos en nuestra civilización, es que el culto a la Madre de Dios, mayormente “heterodoxo”, excede en años luz al culto “ortodoxo” de Dios.

Es innegable asimismo, que las enormes tensiones “culturales” por descargar a la Tierra del tremendo peso de la humanidad, han tenido como diana absoluta, la destrucción de la madre como paso previo para la destrucción de la mujer. Y como es obvio, destruir a la madre es destruir al hijo. Y a eso se han dedicado las nuevas fuerzas que pretenden rediseñar al hombre. Un hombre enemigo de la maternidad y por tanto de sus hijos. Es la famosa agenda 20 30 a la que tan entregados están nuestros gobernantes. ¿Y cómo queda la mujer en en este cambalache? Pues, como era inevitable, retornando a la esclavitud, la específica de la mujer. Porque evidentemente, las mujeres sometidas a esta esclavitud tenían vetada la maternidad: el aborto fue gran recurso para cumplir con ese veto. Y si finalmente les nacían hijos, la sociedad (sobre todo la sociedad femenina) los tenía señalados con nota de infamia.   

Una consecuencia inevitable de esa nueva doctrina, es el empeño por liquidar la mayor fiesta del año, la que celebra la natividad y la maternidad, la fiesta más importante de esta civilización (la gran celebración de la dualidad Madre-Hijo), cargada de todo tipo de aportaciones populares frente a la extrema austeridad de la teología oficial.

Justamente en la tormentosa Navidad del año 2020, octogésimo de mi vida, doy por terminada esta lectura del Génesis, de la que he sacado algunas lecciones que confío en que sean de provecho para alguien más que para mí.  

 

Navidad del año 2020  

 

 

 

 


Palabras relacionadas en este blog: forma parte de este blog un caudal de palabras que voy rescatando poco a poco de mi época de elalmanaque.com, en que escribía una palabra cada día para la sección “nómina rerum” (los nombres de las cosas). Si tienes curiosidad por ver no sólo cómo está enfocada cada palabra y la realidad que en ella se contiene, sino también cómo a base de trabajar las palabras he ido trabajando las ideas, ahí va una lista de palabras relacionadas con este artículo. El link te lleva a cada una de ellas (vamos subiendo palabras).

Alfabeto griego (para iniciar en la lectura); alma; animismo; antropofagia; antropología; autófago; biología; capado; carnero; castración; cautivo; civilización; concubina; creador; criador; criatura; crío-esclavitud; crítica de la palabra; culpa-deuda; débito conyugal; descanso; dieta; Dios-El Señor; dominación; ecología; esclavitud; esclavo; esposados; etología; eucaristía; eufemismo; explotación; exuberante; familia; felicidad; filiación; fin; gen; generación; generosidad; hábitat; hembra; hijo; homo sapiens; hostia; humanidad; inmoralidad; inmortalidad; inocente; inteligencia; intención; laico; libertad; matar; maternidad; medio ambiente; moral; muerte; mujer; nombre; obscenidad; órgano; pastor; paternidad; pecado original; piedad-impío; precio; pueblo; regeneración /degeneración; saber; seducción; señor don, señora doña; señora; teología; víctima; virilidad; virtud; vocablo.

LA LECCIÓN DEL GÉNESIS

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